I
A las
nueve y cinco tomo un taxi. No sé en qué parte de Las Mercedes queda el local;
se lo digo al conductor y convenimos la tarifa: a esa hora no hay cola, menos
un jueves por la noche con amenaza de lluvia. Apenas hace el cambio de
velocidad le preguntó por su acento. El hombre responde que es limeño y que
lleva más de diez años en Caracas. Si creyera en el destino o en cualquier
mediación del tipo de las que inventa Conny Méndez estaría muy de acuerdo en
que este inicio promete: camino a ver (a ella no se le escucha) a La Tigresa del Oriente,
sacarle la mano al primer carro que pasa, pensar que el precio es alto y sin
embargo subir a ese coche, haría las delicias de cualquier fundamentalista new age o de quienes se preparaban para recibir la nave madre
que vendría a buscarlos en 2012, al filo de la aniquilación del mundo.
Luego
de los comentarios sobre el estado de las calles y el clima lo llevo al tema. Dice
que La Tigresa
avergüenza a los peruanos, que no es más que una vieja “extravagante” de esa
zona de la selva de Iquitos donde es común encontrar gente así. O como Laura
Bozo, agrega, quien se benefició de sus vínculos con Montesinos para hacer ese
programa donde siempre había golpes y patadas, mujeres y hombres de barrio
peleándose un virgo o la propiedad de un afecto. Con todo y que la Bozo es abogada, señor, caer
tan bajo por dinero y denigrar el gentilicio.
Para
suavizarlo le digo que tienen también a Vargas Llosa y que Lima figura hoy
entre las mejores ciudades de América Latina. No tiene remedio, es un convencido
de que en su país ha crecido la incultura por culpa, cómo no, de los políticos.
Ya en
Las Mercedes le digo que vengo a la primera presentación caraqueña de La Tigresa. Cree que le
tomo el pelo. Luego de bajarme, interroga a dos empleados que cuidan la cola de
acceso al Teatro Bar: “No sé, creo que es de Perú”, responde uno.
II
En el
ticket se lee que el concierto arranca a las diez. A las nueve y veinticinco la
fila es corta: llego rápido al sótano donde funciona el negocio. Se trata de
dos ambientes. Del lado izquierdo, donde esperamos, una barra en penumbras y un
escaso sofá que colonizan tres jóvenes. Se bebe vodka en botella –de pie– o se
intenta conversar por encima del reggaeton. Escucho que debemos estar
atentos a las puertas del lado derecho (“apenas se abran tienes que correr”):
de la velocidad depende el lugar que se tome en el aforo.
Las
chicas no superan los treinta años ni se rebajan a menos de veinte. Casi todas
llevan accesorios atigrados: una cola de peluche amarrada a la cintura,
cintillos con orejas felinas, un guante con garras. Dos muchachos
con sofisticadas crestas, tatuados desde las manos hasta el hombro con motas
amarillas y negras, ríen mientras posan para fotógrafos empíricos. Una joven alta,
muy blanca, teñida de intenso rubio, lleva un vestido oscuro que la hace lucir
como una gata en celo.
Tampoco
los hombres cruzan el límite de la treintena, todos usuarios fervientes de
Internet gracias a lo cual se tropezaron con La Tigresa y sus secuaces,
ahora operadores de un extraño culto. Menos atrevidos que ellas, apenas dejan
ver sus peludos sombreros con lunares de leopardo.
Impaciente
ante la puerta del lado derecho, un grupo descubre otra entrada hacia el fondo
del pasillo y por allí nos colamos. Nada de sillas o mesas; parados a menos de
dos metros de la pequeña tarima, un breve escalón de unos treinta centímetros,
la atronadora música atenúa pensar en la impuntualidad de los organizadores:
hace diez minutos que el reloj denuncia la falta en el cumplimiento del
despegue para el telonero. Al frente, unas pantallas distraen la espera con
historias de gimnastas o con caricaturas japonesas. Como a los cuarenta minutos
comenzamos a gritar: “Ti-gre-sa, Ti-gre-sa, Ti-gre-sa”, sin ningún efecto.
Entretanto,
en las tinieblas se desarrolla una tenaz y silenciosa lucha: nadie quiere
perder la plaza lograda. Cedo medio metro a la chica de mi lado izquierdo, a
fin de cuentas más baja. A su amiga, por el contrario, no le permito siquiera
un milímetro. La pierna se me agarrota, pero sigo firme en mi terreno.
Muchos
siguen las letras; otros miramos los televisores. Vuelve de nuevo el coro
exigente: “Ti-gre-sa, Ti-gre-sa”, y entonces, desde el foso de unas escaleras
que llevan a los baños, surge una potente luz. Gritos y silbidos en vano: un
camarógrafo y dos entrevistadores preguntan, aquí y allá, por la peruana, por
sus canciones, por la tigresidad que nos convoca. Algunos esconden el rostro en
tanto los osados declaran con orgullo haber pagado entrada y sufrir el plantón
que, a estas alturas, ya lleva más de una hora.
A las
once y veinte un gordo no muy gordo, en traje gris, comienza a manipular una laptop conectada a un teclado. En minutos, un flaco bastante
flaco en pantalones negros de cuero brillante, camisa blanca y chaqueta
amarilla salta, literalmente, del foso al escenario: Cachicamo con caspa,
Gianko, el mismísimo que en Latin American Idol 2006, al ser descalificado,
dijo: “América Latina no está lista para tanto sabor”. Sin duda.
La performance de Cachicamo se basa en versionar canciones de
rock y pop en tecno-cumbia incorporando, asimismo, registros de merengue y
salsa. Apenas comienza el teatrillo se convierte en una ovación que no deja seguir
los samples y, menos todavía, la voz. No hace
falta: más que cantar, Gianko finge hacerlo: olvida las letras, entra como sea,
ofrece el micrófono a destiempo a un público que se mata de la risa con sus
pasos y con ese puntuado movimiento de cabeza que recuerda un aparato electrónico.
Sabe que no tiene oído, pero sí mucho ritmo y una intensa capacidad para
convertir el ridículo en un memorable elogio al choteo y, sobre todo, para hacer
del kitsch una estrategia de gozo.
Cuando
canta, para decirlo de algún modo, “Oops! I Did It Again”,
de Britney Spears, todos lo seguimos. Hace el gesto de abrazar como en el video príncipe,
cambia el timbre, ya un poco agudo, por un falsete que produce más carcajadas. De
“Rapsodia bohemia” (Queen) al tema de Candy, el célebre dibujo animado de los
ochenta, Cachicamo cierra con su singular interpretación de “Thriller”, de Michael
Jackson: un veloz apambichao que lo obliga a exponer su torso desnudo y nos
deja roncos y en éxtasis, listos para justificar el calor en la apretujada olla
y la razón de la noche.
III
Nació
en la selva de Loreto, en el Departamento del mismo nombre, al noreste de Perú,
hace sesenta y seis años. Pocos saben que se llama Judith Bustos, que tuvo una infancia
pobre, un matrimonio joven y de apresurado naufragio. Asentada en Lima como
peluquera y maquilladora de televisión, los días se le iban imaginando convertirse
en artista mientras peinaba la cabeza del precoz Jaime Bayly, coloreaba la tez
de Celia Cruz o imprimía temple al rostro del Puma. Hacia 2006 cuelga en
YouTube “Un nuevo amanecer”, video que, dicen, rebasó los diez millones de
visitas en 2009. Desde entonces todos hablan, como quiera que sea, de La Tigresa del Oriente.
A las
doce y media volvió la miniteca. Gianko estuvo sesenta y cinco minutos brincando
sobre las tablas. La amiga de la menuda a quien cedí espacio dice que ya no
aguanta, que le parece abuso tanta espera. Abandona su posición de defensa y
aprovecho para mover la cintura. Fue una torpeza traer estos zapatos: el dolor
cruza las pantorrillas y se detiene en las corvas. “Ti-gre-sa”, “Ti-gre-sa”,
escucho desde atrás, pero la llamada no prospera.
Otra
vez, del foso sale luz. Una chica espigada, en minifalda y con vivos de tigra,
y un muchacho moreno (pantalones camuflados en verde-gris) se sientan muy apretados
en un banquito. Ahora sí, por fin: La Tigresa del Oriente saluda a un delirante público
que la abruma con flashes y rugidos. Cientos de celulares y cámaras graban el
momento; casi no alcanzo a ver, pese a que sólo me separan dos personas de la
escena. Miro el reloj: una en punto. La excitación aumenta cuando se escuchan
los compases de “Un nuevo amanecer”, colocado por el DJ.
Sin
orquesta ni teclado, sin pista, La
Tigresa intenta doblar la pieza, pero equivoca los compases, no
recuerda los versos, se concentra en un tosco y peligroso baile de saltitos
cortos: si no mide bien, las excesivas plataformas podrían doblarse. No
obstante, los chicos que la acompañan ejecutan con solvencia la lúbrica
coreografía.
Termina
el número. Casi no puede respirar. Habla con disnea. Agradece “a la hermana nación”.
Anuncia que habrá un concurso cuyo premio será su último dividí. También, que
regalará otros tres. Su voz chillona ordena: “música, maestro” y de inmediato
sube la histeria: las cornetas botan “Soy felina”. Todos cantan. Un par de
interiores cae a los pies de la señora sin ninguna consecuencia.
Una
chica de veintidós, veintitrés años, levanta los brazos, repite el estribillo,
llora enloquecida. La Tigresa,
bufando, embutida en el brillante traje enterizo que le resalta el abdomen,
concluye la segunda canción y se monta en la tercera: “Alegría”.
Antes
de iniciar la cuarta, toma un respiro. Habla, comenta, agradece otra vez. El
delirio se eleva: “El reggaeton del Suri”
desborda los ánimos cuando el moreno camuflado baila contra su cuerpo al lento
ritmo de ella, aunque la melodía, ya se sabe, va por otro lado. Todos quieren
ver. Me empujan, empujo. Más flashes y teléfonos. Aúlla la sala. No entiendo
qué dice el joven a mi lado. Le sigo la corriente con una sonrisa.
Ha
llegado el momento del certamen. La
Tigresa expone las reglas: se hará por parejas y el público
decidirá quién gana. Nadie sigue las instrucciones: cinco chicas suben a bailar
“El reggaeton del Suri” que se corta a medio camino,
mediante una seña de la ahora maestra de ceremonias. Premiamos a la rubia alta
de traje oscuro, en celo. La
Tigresa llama a Violeta, su asistente, para que traiga los
discos. Pasan unos segundos y la mujer no aparece. La jefa vuelve a exigir la
presencia. Dos minutos y nada. Dónde estás Violeta, grita. Comenzamos a corear:
“Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”. “Pero adónde ha ido esta niña”, un poco
entigrada doña Judith. “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”. Llega un viejo esmirriado,
de corbata, con una bolsa de papel. Saca los discos. La dama los entrega y
lanza dos, sin mucha fuerza, al proscenio.
Suenan
los primeros compases de “Un nuevo amanecer”, pero se detienen. Comienzan otra
vez. Los bailarines hacen una figura y, abruptamente, la música vuelve a pararse.
“Saboteo, saboteo”, gritan al DJ. A la tercera, como dicen, arranca la melodía.
Concluye
la pieza. La bulla no me deja escuchar qué habla la señora. Eso sí, alcanzo a
ver los zarpazos que cortan el aire en tres ocasiones: a la izquierda, en el
centro, a la derecha, cada uno acompañado con un leve ronroneo. Cinco canciones;
una repetida. Es todo. Veinte minutos de chascarrillo. Me parece oír los zancos
hundiéndose en el foso mientras doy media vuelta y encaro la salida. Una lluvia
menuda lava el recién estrenado viernes y nos coloca en la realidad, en la
busca de un taxi urgente a estas horas acechadas por verdaderos felinos.
(Marzo 2011)