martes, 29 de noviembre de 2016

El zoo humano


I

A las nueve y cinco tomo un taxi. No sé en qué parte de Las Mercedes queda el local; se lo digo al conductor y convenimos la tarifa: a esa hora no hay cola, menos un jueves por la noche con amenaza de lluvia. Apenas hace el cambio de velocidad le preguntó por su acento. El hombre responde que es limeño y que lleva más de diez años en Caracas. Si creyera en el destino o en cualquier mediación del tipo de las que inventa Conny Méndez estaría muy de acuerdo en que este inicio promete: camino a ver (a ella no se le escucha) a La Tigresa del Oriente, sacarle la mano al primer carro que pasa, pensar que el precio es alto y sin embargo subir a ese coche, haría las delicias de cualquier fundamentalista new age o de quienes se preparaban para recibir la nave madre que vendría a buscarlos en 2012, al filo de la aniquilación del mundo.

Luego de los comentarios sobre el estado de las calles y el clima lo llevo al tema. Dice que La Tigresa avergüenza a los peruanos, que no es más que una vieja “extravagante” de esa zona de la selva de Iquitos donde es común encontrar gente así. O como Laura Bozo, agrega, quien se benefició de sus vínculos con Montesinos para hacer ese programa donde siempre había golpes y patadas, mujeres y hombres de barrio peleándose un virgo o la propiedad de un afecto. Con todo y que la Bozo es abogada, señor, caer tan bajo por dinero y denigrar el gentilicio.

Para suavizarlo le digo que tienen también a Vargas Llosa y que Lima figura hoy entre las mejores ciudades de América Latina. No tiene remedio, es un convencido de que en su país ha crecido la incultura por culpa, cómo no, de los políticos.

Ya en Las Mercedes le digo que vengo a la primera presentación caraqueña de La Tigresa. Cree que le tomo el pelo. Luego de bajarme, interroga a dos empleados que cuidan la cola de acceso al Teatro Bar: “No sé, creo que es de Perú”, responde uno.

II

En el ticket se lee que el concierto arranca a las diez. A las nueve y veinticinco la fila es corta: llego rápido al sótano donde funciona el negocio. Se trata de dos ambientes. Del lado izquierdo, donde esperamos, una barra en penumbras y un escaso sofá que colonizan tres jóvenes. Se bebe vodka en botella –de pie– o se intenta conversar por encima del reggaeton. Escucho que debemos estar atentos a las puertas del lado derecho (“apenas se abran tienes que correr”): de la velocidad depende el lugar que se tome en el aforo.

Las chicas no superan los treinta años ni se rebajan a menos de veinte. Casi todas llevan accesorios atigrados: una cola de peluche amarrada a la cintura, cintillos con orejas felinas, un guante con garras. Dos muchachos con sofisticadas crestas, tatuados desde las manos hasta el hombro con motas amarillas y negras, ríen mientras posan para fotógrafos empíricos. Una joven alta, muy blanca, teñida de intenso rubio, lleva un vestido oscuro que la hace lucir como una gata en celo.

Tampoco los hombres cruzan el límite de la treintena, todos usuarios fervientes de Internet gracias a lo cual se tropezaron con La Tigresa y sus secuaces, ahora operadores de un extraño culto. Menos atrevidos que ellas, apenas dejan ver sus peludos sombreros con lunares de leopardo.

Impaciente ante la puerta del lado derecho, un grupo descubre otra entrada hacia el fondo del pasillo y por allí nos colamos. Nada de sillas o mesas; parados a menos de dos metros de la pequeña tarima, un breve escalón de unos treinta centímetros, la atronadora música atenúa pensar en la impuntualidad de los organizadores: hace diez minutos que el reloj denuncia la falta en el cumplimiento del despegue para el telonero. Al frente, unas pantallas distraen la espera con historias de gimnastas o con caricaturas japonesas. Como a los cuarenta minutos comenzamos a gritar: “Ti-gre-sa, Ti-gre-sa, Ti-gre-sa”, sin ningún efecto.

Entretanto, en las tinieblas se desarrolla una tenaz y silenciosa lucha: nadie quiere perder la plaza lograda. Cedo medio metro a la chica de mi lado izquierdo, a fin de cuentas más baja. A su amiga, por el contrario, no le permito siquiera un milímetro. La pierna se me agarrota, pero sigo firme en mi terreno.

Muchos siguen las letras; otros miramos los televisores. Vuelve de nuevo el coro exigente: “Ti-gre-sa, Ti-gre-sa”, y entonces, desde el foso de unas escaleras que llevan a los baños, surge una potente luz. Gritos y silbidos en vano: un camarógrafo y dos entrevistadores preguntan, aquí y allá, por la peruana, por sus canciones, por la tigresidad que nos convoca. Algunos esconden el rostro en tanto los osados declaran con orgullo haber pagado entrada y sufrir el plantón que, a estas alturas, ya lleva más de una hora.

A las once y veinte un gordo no muy gordo, en traje gris, comienza a manipular una laptop conectada a un teclado. En minutos, un flaco bastante flaco en pantalones negros de cuero brillante, camisa blanca y chaqueta amarilla salta, literalmente, del foso al escenario: Cachicamo con caspa, Gianko, el mismísimo que en Latin American Idol 2006, al ser descalificado, dijo: “América Latina no está lista para tanto sabor”. Sin duda.

La performance de Cachicamo se basa en versionar canciones de rock y pop en tecno-cumbia incorporando, asimismo, registros de merengue y salsa. Apenas comienza el teatrillo se convierte en una ovación que no deja seguir los samples y, menos todavía, la voz. No hace falta: más que cantar, Gianko finge hacerlo: olvida las letras, entra como sea, ofrece el micrófono a destiempo a un público que se mata de la risa con sus pasos y con ese puntuado movimiento de cabeza que recuerda un aparato electrónico. Sabe que no tiene oído, pero sí mucho ritmo y una intensa capacidad para convertir el ridículo en un memorable elogio al choteo y, sobre todo, para hacer del kitsch una estrategia de gozo.

Cuando canta, para decirlo de algún modo, “Oops! I Did It Again”, de Britney Spears, todos lo seguimos. Hace el gesto de abrazar como en el video príncipe, cambia el timbre, ya un poco agudo, por un falsete que produce más carcajadas. De “Rapsodia bohemia” (Queen) al tema de Candy, el célebre dibujo animado de los ochenta, Cachicamo cierra con su singular interpretación de “Thriller”, de Michael Jackson: un veloz apambichao que lo obliga a exponer su torso desnudo y nos deja roncos y en éxtasis, listos para justificar el calor en la apretujada olla y la razón de la noche.

III

Nació en la selva de Loreto, en el Departamento del mismo nombre, al noreste de Perú, hace sesenta y seis años. Pocos saben que se llama Judith Bustos, que tuvo una infancia pobre, un matrimonio joven y de apresurado naufragio. Asentada en Lima como peluquera y maquilladora de televisión, los días se le iban imaginando convertirse en artista mientras peinaba la cabeza del precoz Jaime Bayly, coloreaba la tez de Celia Cruz o imprimía temple al rostro del Puma. Hacia 2006 cuelga en YouTube “Un nuevo amanecer”, video que, dicen, rebasó los diez millones de visitas en 2009. Desde entonces todos hablan, como quiera que sea, de La Tigresa del Oriente.

A las doce y media volvió la miniteca. Gianko estuvo sesenta y cinco minutos brincando sobre las tablas. La amiga de la menuda a quien cedí espacio dice que ya no aguanta, que le parece abuso tanta espera. Abandona su posición de defensa y aprovecho para mover la cintura. Fue una torpeza traer estos zapatos: el dolor cruza las pantorrillas y se detiene en las corvas. “Ti-gre-sa”, “Ti-gre-sa”, escucho desde atrás, pero la llamada no prospera.

Otra vez, del foso sale luz. Una chica espigada, en minifalda y con vivos de tigra, y un muchacho moreno (pantalones camuflados en verde-gris) se sientan muy apretados en un banquito. Ahora sí, por fin: La Tigresa del Oriente saluda a un delirante público que la abruma con flashes y rugidos. Cientos de celulares y cámaras graban el momento; casi no alcanzo a ver, pese a que sólo me separan dos personas de la escena. Miro el reloj: una en punto. La excitación aumenta cuando se escuchan los compases de “Un nuevo amanecer”, colocado por el DJ.

Sin orquesta ni teclado, sin pista, La Tigresa intenta doblar la pieza, pero equivoca los compases, no recuerda los versos, se concentra en un tosco y peligroso baile de saltitos cortos: si no mide bien, las excesivas plataformas podrían doblarse. No obstante, los chicos que la acompañan ejecutan con solvencia la lúbrica coreografía.

Termina el número. Casi no puede respirar. Habla con disnea. Agradece “a la hermana nación”. Anuncia que habrá un concurso cuyo premio será su último dividí. También, que regalará otros tres. Su voz chillona ordena: “música, maestro” y de inmediato sube la histeria: las cornetas botan “Soy felina”. Todos cantan. Un par de interiores cae a los pies de la señora sin ninguna consecuencia.

Una chica de veintidós, veintitrés años, levanta los brazos, repite el estribillo, llora enloquecida. La Tigresa, bufando, embutida en el brillante traje enterizo que le resalta el abdomen, concluye la segunda canción y se monta en la tercera: “Alegría”.

Antes de iniciar la cuarta, toma un respiro. Habla, comenta, agradece otra vez. El delirio se eleva: “El reggaeton del Suri” desborda los ánimos cuando el moreno camuflado baila contra su cuerpo al lento ritmo de ella, aunque la melodía, ya se sabe, va por otro lado. Todos quieren ver. Me empujan, empujo. Más flashes y teléfonos. Aúlla la sala. No entiendo qué dice el joven a mi lado. Le sigo la corriente con una sonrisa.

Ha llegado el momento del certamen. La Tigresa expone las reglas: se hará por parejas y el público decidirá quién gana. Nadie sigue las instrucciones: cinco chicas suben a bailar “El reggaeton del Suri” que se corta a medio camino, mediante una seña de la ahora maestra de ceremonias. Premiamos a la rubia alta de traje oscuro, en celo. La Tigresa llama a Violeta, su asistente, para que traiga los discos. Pasan unos segundos y la mujer no aparece. La jefa vuelve a exigir la presencia. Dos minutos y nada. Dónde estás Violeta, grita. Comenzamos a corear: “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”. “Pero adónde ha ido esta niña”, un poco entigrada doña Judith. “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”, “Vio-le-ta”. Llega un viejo esmirriado, de corbata, con una bolsa de papel. Saca los discos. La dama los entrega y lanza dos, sin mucha fuerza, al proscenio.

Suenan los primeros compases de “Un nuevo amanecer”, pero se detienen. Comienzan otra vez. Los bailarines hacen una figura y, abruptamente, la música vuelve a pararse. “Saboteo, saboteo”, gritan al DJ. A la tercera, como dicen, arranca la melodía.

Concluye la pieza. La bulla no me deja escuchar qué habla la señora. Eso sí, alcanzo a ver los zarpazos que cortan el aire en tres ocasiones: a la izquierda, en el centro, a la derecha, cada uno acompañado con un leve ronroneo. Cinco canciones; una repetida. Es todo. Veinte minutos de chascarrillo. Me parece oír los zancos hundiéndose en el foso mientras doy media vuelta y encaro la salida. Una lluvia menuda lava el recién estrenado viernes y nos coloca en la realidad, en la busca de un taxi urgente a estas horas acechadas por verdaderos felinos.

(Marzo 2011)

jueves, 10 de noviembre de 2016

Fumarolas


Sería el año 1977. No lo recuerdo bien porque en esa época el tiempo era para mí una tela infinita. Acaso el ochenta o tal vez 1978. Lo nítido fueron las predicciones. Por enero se comenzó a hablar de un cataclismo que el 20 de agosto acabaría con la urbe en que degeneró la otrora “ciudad de los techos rojos”. Un castigo divino que puso en faena a todo aquel que mostrara cualidades mediúmnicas para mirar los estragos del cercano evento: el Ávila partiéndose desde las entrañas de un mítico volcán escamoteado por la imponente línea de la Silla de Caracas.

 

Hubo quienes llegaron a oler azufre semanas antes del fin, una fetidez que ahogó incluso el pertinaz escozor del capim melao. Es creencia antigua que todo proceso volcánico viene, por fuerza, cargado de vapores sulfurosos, de modo que resultaba lógico el aire enrarecido al subir el gas desde invisibles chimeneas sólo avistadas por sutilísimos olfatos.

 

A mediados de junio las revelaciones se transformaron en fundamentalismo: hombres de negro cruzaban el valle atemorizando a los transeúntes con pruebas del final: toscos folletos acerca de penitencias colectivas, polémicas respecto de la altura de la masa del océano (¿alcanzaría ésta a borrar nuestras faltas?). Los más simples desgranaban rosarios bajo las naves de San Francisco o Santa Teresa, en tanto los escépticos dirigieron cartas furibundas a los periódicos en las cuales se habló de una inmensa tomadura de pelo.

 

Obviamente, nada ocurrió el fatídico día, salvo una mayor ligereza en el tráfico por hallarse las avenidas menos congestionadas como consecuencia del período de vacaciones escolares y por el éxodo hacia la provincia por la misma causa, aunque muchos admitieron ponerse a resguardo por aquello de que “cuando el río suena”, ya se sabe.

 

Con todo, el aspaviento no fue una fábula inventada en el setenta (siglo XX); desde la Colonia tenemos registro de un posible volcán dormido hacia la vertiente norte del cerro, en las estribaciones del pico Oriental o surgiendo luego de un sismo. Pese a que nadie ha visto cráter o depresión que se le parezca, la duda persiste como aviso entre excursionistas, científicos diletantes y pobladores asentados al pie del monte. Por ello, la ascensión organizada en 1823 por Juan Bautista Boussingault, químico y agrónomo francés amigo de Humboldt y al paso coronel del ejército libertador, tuvo como interés escudriñar el Ávila en sincera tarea vulcanológica; así escribió en sus Memorias: “afirmábase que en la época del terremoto de 1812 habíase abierto un volcán en la montaña. Nada era menos probable, y sin embargo, resolvimos el señor Rivero y yo cerciorarnos, aunque fuese para hacer cesar una aprehensión que compartía toda la población”, como transcribe Bruno Manara en su libro de 1998.

 

Más tangibles han sido los incendios. Asociados al espíritu del escurridizo cráter arrasaron grandes extensiones de bosques, ahora ínfimos matojos. Refiere el mismo Manara que en 1843 se desató uno de tales proporciones por la voracidad con la cual fue reduciendo la Silla (“una montaña de azufre –formulaba la creencia– (...) que si ardiera una vez aparecería un volcán”). Presas del terror, los caraqueños obraron santorales y promesas, en tanto daban a las llamas un origen astronómico: por aquellos años un cometa se hizo ver incluso a la luz del día; signo fehaciente del final de los tiempos, era un hecho que la cauda del meteoro produjo la ignición del cerro. Más de siglo y medio después, la serpiente mordió nuevamente su cola: ¿no se dijo que el Halley lamería la estratosfera?


Por añadidura, los relatos sobre visitas espaciales no escasean. Algunos fomentan la especie de que Los Platos del Diablo son prueba de la estancia de seres galácticos, quienes colocaron las piedras como balizas para sus aterrizajes; más verosímil resulta la hipótesis de una zona sagrada de tribus precolombinas. No obstante, también en los setenta se desató una ola de avistamientos en las laderas del flanco norte, hacia el sitio de Las Tunitas. La prensa alcanzó a fotografiar formas metálicas sumergiéndose a pocos kilómetros de la costa, cápsulas vomitadas por la oscura montaña quizá hueca. Aún guardo memoria de la relación que un matrimonio dio con exclusividad al diario Últimas Noticias. Emiliano Romero, primo segundo de mi padre y vecino del mismo barrio de Catia La Mar, corroboraría una tarde, bajo la amenaza de un fiero aguacero, todas las historias de aquella pareja.


Menos volátiles por su apego a las trochas y edificaciones que todavía luchan contra la maleza, las anécdotas sobre esclavos, homicidas y extraños personajes fugados de la civilización saturan las picas y los caminos de terroríficas versiones en constante pugna por lograr, cada una de ellas, el mayor espanto. Recuérdese la escena del negro evadido hacia el cerro en “Las ovejas y las rosas del padre Serafín”, uno de los tres cuentos criollistas de Manuel Díaz Rodríguez:

 

-Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no brujo. Y no puede ser sino (...) brujo que cuando ya lo teníamos (...) asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte, en la Sabana de los Muertos.

 

O la célebre trama que, aunque pulida también con literatura, tiene como sustento una biografía real: la del doctor alemán Gottfried Knoche, quien arriba al país en 1850 y descubre un mecanismo para embalsamar que de inmediato lo introdujo en nuestras analectas del submundo. Puso gabinete en La Guaira, pero a poco se traslada a unos húmedos aposentos que adquirió en el Ávila, la finca en la cual llevó a cabo algunos de sus procedimientos estatuarios. Cuenta Manara: “construyó un sólido mausoleo sobre un peñón enorme (...), y en él dispuso seis lóculos de cemento con sus tapas de mármol y vidrio: uno para cada habitante de Bella Vista [nombre de la hacienda], quienes, al morir, eran embalsamados y colocados en su sitio. Hasta los perros eran embalsamados, y puestos como guardianes ante la entrada”. Amalia Weissman, enfermera ayudante del médico, ocupó el último puesto en la cripta: de sus manos recibió Knoche la ampolla paralizante el dos de enero de 1901.

 

Tal vez haya sido el cadáver de Tomás Lander el más espectacular de los trabajos de Knoche. Al morir el prócer, un 7 de diciembre de 1845 en la Cuadra Bolívar, fue conducido hasta su vivienda en la esquina de Cipreses, en donde “su familia lo hizo embalsamar, y vestido de riguroso chaqué negro lo sentaron a su escritorio, con la pluma en la mano en actitud de escribir, y así permaneció 38 años, hasta el 5 de abril de 1884, cuando el gobierno de Guzmán dispuso su traslado al Panteón Nacional” (Aquiles Nazoa, Caracas física y espiritual). El ex-Presidente de la República Francisco Linares Alcántara y José Pérez, soldado de la Guerra Federal, recibieron el mismo tratamiento póstumo.

 

La misteriosa actividad del germano alejó su fundo de las rutas de acceso a Galipán por el lado marino; sin embargo, algunos temerarios subieron hasta la casa del doctor para comprobar in situ los alcances científicos del sistema. El enigmático L. LL., autor del prólogo a la novela de Alecia Marciano, ¡Bruja del Ávila! (1957), informa que Rómulo Gallegos y Henrique Soublette visitaron el sitio cuando Knoche ya reposaba en su sarcófago. “La mansión (...) entonces se conocía como «la casa de las madamas»”, en virtud de que la habitaban dos alemanas “en avanzada edad”, auspiciadoras de la obra del galeno. Del viaje resultó un drama de Gallegos titulado Las madamas. Justamente, el motivo que usa Marciano en su pieza lo constituye la vida de un tudesco establecido en el Ávila, y su relación con un par de hermanas inofensivas que, como él, miran pasar los fríos meses, haciendo tiempo antes de llenar los tres féretros de un mausoleo contiguo. En un desván, el cuerpo momificado de un soldado de las huestes del guerrillero Antonio Ramos (José Pérez, por supuesto).

 

Hoy, muchas de las fábulas que alimenta la serranía lucen remotas, cuando no ignoradas. Se pasa por la cota mil esquivando los baches, rogando que la máquina no falle, en tanto se palpa lo minúsculo de nuestro anhelo por querer saber un poco los secretos de esa tierra vertical. Abajo, la ciudad restalla mientras en algún punto del cerro quiere José Balza que una palmera dé a luz a su personaje en Después Caracas (1995). Así se establece el vínculo entre lo que vamos siendo y se explica quizá el llamado del indio dibujado por Ricardo Azuaje, quien cegado por la imponente mole transforma la noche citadina, acaso la misma cuando nos desplazamos por la Boyacá, en una rotunda metafísica: el Ávila siempre vestirá de verde nuestra sombra porque al final todo se reduce, ya se sabe, a meros fantasmas que apenas sirven para hacer ficciones: para atisbar el espíritu de un valle enredado a su montaña.


Referencias



Azuaje, R. (1993). Viste de verde nuestra sombra. Caracas: Fundarte.
Balza, J. (1995). Después Caracas. Caracas: Monte Ávila.
Díaz Rodríguez, M. (1968). Obras selectas. Madrid-Caracas: Edime.
Manara, B. (1998). El Ávila: biografía de una montaña. Caracas: Monte Ávila.
Marciano, A. (1957). ¡Bruja del Ávila!  Preliminar: L. Ll. México: Gráfica Panamericana.
Nazoa, A. (1987). Caracas física y espiritual. 3ª. ed. Caracas: Panapo.