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A Eme Eme lo conocía desde el quinto de bachillerato. No era de mi curso,
pero siendo graduados del mismo año el tiempo nos aproximó hasta convertirnos
en flechas extraviadas, pues ambos debimos buscarnos la vida al perder el rango
de estudiantes: él, porque embarazó a su novia; yo, al abandonar Mecánica
Industrial después de cuatro semestres en el núcleo del Politécnico Luis
Caballero Mejías en Charallave.
Cuando en casa supieron que no volvería a unas clases para mí inútiles, perdí
la mesada y el crédito recién obtenido: el primero de mis hermanos que llegaba
a estudios superiores para terminar con ese desplante. Acabé con el resto de
apoyo al manifestar la causa de deserción: la literatura, un antiguo vicio que
mantuve oculto hasta aquellos días.
En el liceo, a principios de los ochenta, una funcionaria del Consejo
Nacional de Universidades ofreció una charla sobre las carreras a las cuales
podíamos aspirar. No hizo mención a las letras, a la plástica o a la música
como actividades merecedoras de un esfuerzo sistemático. Habló de química, de
ingeniería, de derecho. Dijo algo relativo a las ciencias sociales y pasó a detallar
las ventajas de un novedoso examen para aumentar el promedio de notas y de ese
modo entrar con facilidad en cualquier licenciatura.
Así pues, hasta cuando una profesora del Politécnico me informó, la literatura
era simple capricho de diletantes. Los ridículos versos que compuse a los
catorce, la enfebrecida lectura de Viaje
al centro de la tierra a los doce, el virus sabatiano de los diecisiete
acaso pudieran tener, me dije, algún sentido.
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Con Kiko Loero maté varios tigres. En los meses de julio y agosto,
todavía alumnos de secundaria, íbamos al puesto de su tío en el mercado del
Cementerio a limpiar pescados. Lo hacíamos para comprar discos y pagar alguna
entrada al cine. Eso si mi padre no me obligaba a ir a la tipografía para morir
de aburrimiento viéndolo operar su máquina de altorrelieve, lo cual no generaba
ningún rédito.
Pero todo cambió fuera del Caballero Mejías y en vísperas de
matricularme en la
Universidad Central. El negocio de champú fracasó; también la
venta de legumbres porque el proveedor era alcohólico. Alguna vez pegué
cerámicas, pero las manos me quedaban tan ardidas que las ganancias se iban en la
recuperación. Ocasionalmente entregué recibos de la compañía de agua: a Rafael
Casique, titular del cargo, no le alcanzaba el turno para cubrir sus rutas, de
manera que durante meses hice muchos itinerarios en su nombre.
Cualquier empleo que me dejara horas libres para cumplir las obligaciones
universitarias lo asumía con entusiasmo. Realicé encuestas, repartí volantes, fregué
pisos. Hasta la tarde de 1984 cuando me topé con Eme Eme en la parada de
autobuses. Mientras intentábamos que nadie se nos adelantara fue explicando lo
de las cartas. Me dio las señas del edificio y un nombre: Víctor Palomo, y la
seguridad de que andaban buscando gente. “Ve mañana, es una papita”.
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Meses atrás había hecho una suplencia en Correos y Telégrafos de
Venezuela. Se lo comento a Palomo como un antecedente que, creo, me capacita
para la tarea. Manotea unos sobres y sin mirarme explica la “sencillez” del
trabajo: “cuando encuentres la dirección tienes que convencer a la persona de
que venga al bufete, si no, no cobras”.
Era esto: un grupo de abogados contratado por varias marcas de cosméticos
para honrar deudas. El número de morosos superó las estimaciones de los
litigantes y el escritorio tuvo entonces que proveerse de una tropa de mensajeros
para cubrir las exigencias de sus clientes.
Había tres tipos de notas: citaciones, segundos avisos y demandas. Los principiantes
recibían, como anzuelo, papeles de la primera categoría. Así no tendrían que
hablar mucho antes de hacerle firmar a la destinataria el billete de
notificación. Enseguida comprobé la eficacia del recibo cuando la fecha venía
impresa en la tinta del sello que adquirí con ese propósito.
Con los segundos avisos había que empeñarse a fondo: era necesario
ablandar la tozudez femenina, convencer al alma renuente de que asistir al
despacho podía convertirse en una disminución del monto o, quizás, de su
olvido.
A las demandas todos le escurríamos el bulto: un recurso final que ya no
asustaba a nadie.
Si bien con las citaciones se
percibían resultados inmediatos (la requerida aparecía en menos de veinticuatro
horas), su valor era irrisorio: doce bolívares. Los segundos avisos se
cotizaban a dieciocho; las demandas, a veinticinco. A las dos semanas me
informaron de otras tarifas: jugosas, de escasa competencia, pero de alto riesgo.
El mismo Palomo se encargó de ponerme al tanto: “en las zonas marginales se
gana más”. Lo dijo en susurros, como si se tratara de una contraseña masónica.
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Aquella fue mi época de funámbulo: pateaba los barrios más pobres y
peligrosos por veintiocho bolívares la citación, el único género que en
adelante despaché. Me convertí, junto Rufino y Zuescún, en otro “troncalero”.
La mansedumbre de la gente de Horizonte
o Los Caobos me permitió el uso de un sólido libreto: impedir (abrumando con
palabras) reacciones en la citada; mencionar dos o tres leguleyismos (oídos en la
oficina) y extender con premura el recibo (el estampado violeta barnizaba el
discurso).
Me ceñí a un método: hacer las
entregas de seis a once de la mañana (en aquel remoto siglo los malandros descansaban
hasta la una o dos de la tarde), dibujé planos para orientarme por callejones y
escaleras, me impuse un traje de campaña: botas frazzani, blue jean gastado,
franela con propaganda. Las cartas en una bolsa de supermercado.
Modelo de sobre: “San Antonio a Chupulún, entre bodega El Yunque y
puerta metálica verde, después del segundo poste. El Guarataro. Preguntar por
La Nena”. En aquel mundo la civilización pierde rasgos, el asfalto cede ante el
lodo, la ciudad es un afiche manchado de humo. Una mañana, en El Setenta (cima
de Los Jardines de El Valle), el hijo de la mujer a quien convencí rápidamente confiesa
que nunca ha visto el mar ni subido al metro. Dudé unos segundos, pero los
veintiocho bolívares restallan como una marquesina imaginaria; le di la espalda
y continué cerro abajo.
Iniciaba los recorridos por la
parte alta. En González Cabrera, carretera de El Junquito, me reciben en una pulida
sala de tierra. Un loro silba desde el fondo. Aprieto el reposabrazos del
mueble: “¿será la beca de Deivi?” Dudo de nuevo. Agradezco el café y enfilo
hacia Carapita.
Al contrario de lo que ocurría en El Placer o La Boyera , por acá los perros son
amistosos. Gracias a uno pude evitar al ladrón en Los Telares. Por tratarse de un
sector de mi parroquia, aquel viernes obvié la regla de las once. El animal
ladraba al sujeto oculto detrás de la carcasa de un quiosco incinerado. Impreciso
a causa de la droga, los navajazos cortaron el aire.
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No era del todo “papita”. Algunas mujeres no caían, tal vez puestas en
autos por comadres de cangilones vecinos o por natural astucia. Recuerdo una
sonrisa cómplice a través del agujero de un contrachapado, en Niño Jesús (cima
de Catia); no borro la histeria de la morena teñida (Cota 905) rompiendo la
carta a centímetros de mis narices.
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Cerca de El Atlántico, final de la Avenida Morán , escucho
disparos: el camión de cervezas o gas contra una banda. Firmado el billete,
conversamos sobre delitos y política. Hacía rato que despachaba con voluntad
numérica (quince por veintiocho, treinta por veintiocho) cualquier remordimiento.
Además, ellas disfrutaron lo que ahora les cobraban y aunque las razones de la
deuda podrían justificarse, no era yo quien debía resolver el problema. Esto es
un trabajo, me repetía apenas tocar las frágiles paredes.
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En otro espacio, ciertas viviendas gozarían de prestigio. Lo tenían, desde
luego, como La Casona :
una isla en un océano de cartón piedra, ladrillos sin revoque y mechones de
hierro, medio kilómetro arriba de Santa Ana, en Antímano. Incluso, la mujer se
mantuvo altiva pese al pijama sin color, las legañas y el cabello eléctrico.
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Al único macho de esta historia lo convencí en El Chorrito, en la orilla
izquierda de un Guaire sin embaular, cara sur de Petare. Me mostró sus orishas
y a José Gregorio iluminados por un grueso velón tan oscuro como sus cejas.
Salí bendecido hacia la margen derecha. Atravesé la salpicada pasarela
colgante, fija la vista en la torre de electricidad, oyendo el cauce
sobrenatural.
Tras el puente, todos son colombianos. La mujer encinta me atiende en unos
cortos escaños labrados en el barro. Se echa a llorar. Piensa en deportaciones,
en la violencia de Medellín o Calí. Ya no dudo. La llevo hasta una silla de
agotadas listas azules. No sé de dónde aparece un niño. Arrugo la hoja y confieso.
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Línea Llanito-El Silencio. ¿Llegaré a tiempo al comedor?
Mañana le digo a Palomo. Arrancamos. Las nubes se desploman. Olvido tirar las cartas
de Mesuca. Abro el libro, pero no leo. La lluvia arrastra un martes de junio, le
lava el rostro a este año 86, tumultuoso y definitivo.