Aunque él no lo recordaría. En aquellos tiempos los más jóvenes éramos
una masa informe de matadores de tigres que cobramos por ensayo y toque en una
banda que el dueño de los Laboratorios Vargas, el señor Valentiner (así lo llamaban
todos), lucía a sus amigos del Club Alemán o a los magros aficionados que los
domingos por la tarde raleaban en las gradas del Brígido Iriarte para ver las
caimaneras (aún la Vinotinto no colonizaba el imaginario venezolano) del Caracas
F. C. También amenizábamos partidos de béisbol, softball o básquet en el Cocodrilos Raquet Park de la Cota 905; y fiestas sociales
en una quinta de la calle La Lomita, siempre en El Paraíso.
El nombre de Benjamín lo tenía impreso en la
contratapa (¿o contracarátula?) de un L. P. de Los Cuñaos, en otro de Alí
Primera, en la revelación que significó “Después de la tormenta”, de Frank
Quintero y en los créditos de “Imagen Latina” del Trabuco Venezolano. En esos
discos, el timbre de su saxo o de la flauta es todavía un pedazo de mis recuerdos
de doble estudiante de música y literatura, cuando cruzaba una Caracas menos violenta,
pero eternamente díscola y atrabiliaria. Un sonido exacto, limpio y penetrante
que daba inusitada personalidad a las melodías y que reverbera en mi cabeza cada
vez que me pongo nostálgico.
En la Banda Vargas
tocaban, además, la arpista Alba Quintanilla, esposa del director: el trompetista
Egon Albrecht (no confundir con el nazi brasileño), y Jorge Dayoub, jefe de
percusión, quien llevó a Rubén García, a Roberto Chacón, a Adolfo Arias (hijo
del famoso trompetista Luis Arias) y a mí a dejar un poco el matatigrismo
porque aquí la cosa era más o menos constante.
Brea no era de los fijos: sólo se montaba con nosotros
si la ocasión lo exigía. Fueron las únicas veces en que vi desaparecer el nudo
en la frente de Albrecht mientras desde el fondo de su barba roja brillaba una
sonrisa: la precisión melódica y el natural virtuosismo de Benjamín eran capaces
de rendir cualquier superioridad germana.
No creo que alguna vez cruzáramos palabra, pero sé que
aquellas tardes con la tesitura de su tenor a mi izquierda, bailando al ritmo
de una peculiar versión de “A pedir su mano” de Juan Luis Guerra, no había
lectura que me hiciera olvidar que acaso mi mayor conquista en la música era
esa: tocar junto con Benjamín Brea aunque a él, claro, qué le importaba.
Por esos días yo andaba en los últimos semestres de Letras.
En los lapsos muertos de las piezas que no tenían particelle para la percusión, leía las asignaciones de clases o
adelantaba lecturas de la incipiente tesis. Comencé a entrar en pánico porque
no sabía si faltar a la universidad por un ensayo o perder la paga al preferir
escuchar a Alejandro Oliveros hablando de Chaucer en el curso de literatura
inglesa. La cosa tomó tintes dramáticos el último semestre de la carrera: o
presentaba los trabajos de las dos únicas materias que me quedaban, rendía el
examen de suficiencia en idioma y entregaba la tesis, o me sometía al concierto
de cierre de año de la cátedra de percusión en la José Ángel Lamas y asistía a
los toques de la banda.
Redacté una larga y quejosa carta donde prometía
volver al año siguiente, una vez conquistado el título universitario (sin
decirlo a las autoridades de la escuela de música: para ellos era blasfemo
colocar otro oficio por encima del arte sonoro) y, arregladas mis cuentas con
la sociedad de los poetas vivos, retomar las baquetas, la armonía y cualquier
otra enseñanza pendiente en los claustros aledaños a la Santa Capilla.
A mis secuaces de la banda no sé qué les dije; en todo
caso, no se lo tomaron a mal: los ejecutantes van y vienen, pues como dice la
canción: sólo “hace falta el que vendrá”.
Una vez en la calle, sin embargo, pasó algo que cambió
mi vida. Era miércoles de clase con Dayoub. Al saber que no tenía que asistir el tiempo adquirió de pronto una proyección ilimitada.
Me dejo caer en un banco de la
Plaza San Jacinto y pienso: nunca seré realmente un buen
músico; abrí el libro de ensayos de Francisco Rivera, Inscripciones, y me sumergí en sus páginas.
A Benjamín Brea lo veo caminando cerca del edificio de
la CTV , por los
lados de Quebrada Honda, un jueves por la tarde. Lleva el estuche con el saxo
al hombro. Me provoca detenerlo, chancearlo y recordarle la banda del señor de
los laboratorios, su afinación 440 y la inmensa honra que aún me da saber que
alguna vez tocamos juntos. Pero él no me ve y eso que casi tropezamos.