sábado, 24 de junio de 2017

A quemarropa




El lunes 19 de junio salimos a marchar en la denominada manifestación “Todos a Caracas”, día ochenta de protestas, computado desde el 1 de abril de 2017, contra el gobierno de Nicolás Maduro. Como vivimos en La Candelaria sabíamos que en nuestra parroquia era imposible concentrarnos: la guardia, la policía o algún colectivo suele atacar temprano y neutralizar cualquier grupo animado por el legítimo derecho de exponer, de manera pacífica, su molestia ante la inflación, la falta de alimentos y medicinas, la desmesurada criminalidad, pero sobre todo contra los desmanes de los cuerpos represivos del Estado perpetrados en una ciudadanía diezmada por el hambre y la desesperanza, dos fuertes motivaciones que, paradójicamente, la ha lanzado a la calle, último recurso de los mansos: miles de personas saturando avenidas y autopistas para clamar justicia a unos gobernantes que perdieron toda noción de servicio público.
                
Por fortuna, “el metro del PSUV” (como muchos lo llaman desde el inicio de las protestas) solo había cerrado cuatro estaciones. Así pudimos bajarnos en Miranda e incorporarnos a la concentración de Parque Cristal. Mi anterior marcha la hice de Santa Mónica a Las Mercedes una semana y media atrás (imposible llegar, como siempre, a cualquier instancia gubernativa para hacer reclamos debido a los agresivos piquetes) por lo que me sorprendió el número de jóvenes de muy bajos recursos, algunos descalzos y en shorts, asumiendo posiciones de avanzada en el frente de la caminata apenas arrancamos rumbo al Consejo Nacional Electoral, unos cuantos kilómetros hacia el centro. Mi esposa, cuyo circuito de marchas se circunscribe, por razones de trabajo, a la zona de Chacao, me lo había advertido: “Hay muchos chamos que no tienen pinta de estudiantes, pero que igual se arman de escudos y se mezclan con los universitarios a la hora de la chiquita. También ves gente pidiendo plata, comida, ropa.” Mientras lo recordaba vi un par de sujetos con gruesas cadenas plateadas al cuello, morrales a la espalda, gorras sin distintivos, zapatos de goma bajos, de marca, visteando a las chicas que embutidas en franelas con la cara de Leopoldo López o con las ocho estrellas de la bandera venezolana enviaban mensajes telefónicos. Es posible, pensé, que no miraran turgencias, sino celulares. Guardé el mío y estuve espiándolos un rato hasta cuando un conocido de mi mujer nos abrumó con sus reflexiones políticas.

Ya andando vi otros “escuderos de la resistencia” (así los han bautizado en las redes sociales, una fórmula que repiten varios líderes de la MUD) de mayor edad –treinta, cuarenta años–; indigentes, vendedores de gadgets alusivos a las manifestaciones, un discapacitado en silla de ruedas eléctrica. En una esquina me topo con Asdrúbal Baptista quien me señala la inmensa pancarta del conserje de su edificio, antiguo chavista, denunciando la fraudulenta convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente. Frente a la Plaza Francia un hombre gordo en una lujosa motocicleta reparte, a varios escuderos, bolsas de papas fritas y golosinas que saca de una canasta incorporada al manubrio. Señoras de mediana edad recién salidas de la peluquería, ancianos en mangas de camisas gastadas por el uso, muchachas alegres, chicos efusivos. Nosotros, por precaución, no llevábamos gorras ni nada que hiciera pensar, en caso de huida, que habíamos marchado: ella, una franela negra con las letras BCN (tiene ascendencia catalana); yo, la cara de Lovecraft envuelto en monstruosos tentáculos.

En la esquina de la Embajada de Canadá doblamos a la izquierda, nos metemos en esa estrecha calle llena de pequeños galpones y comercios que desemboca en el Distribuidor Altamira de la Francisco Fajardo. Sobre el puente alguien me grita: Adriana Gibbs y su hija: selfies y recuerdos de otros tiempos. Ya en la autopista me acerco a Elías Pino, recostado en la defensa de concreto: hablamos de proyectos conjuntos, de escritura creativa, del país. De pronto una mano salta para saludar: los cinco dedos de Amalio Belmonte, falanges de secretario universitario, gesticulan apoyando palabras que no alcanzo a oír; aprovechamos para sumergirnos otra vez en el grueso flujo, dirección oeste.

Compramos una botella de litro y medio de agua mineral a un señor flaquísimo.
  
Algunos caminantes colocan piedras y obstáculos en la vía. Julio Coco les explica que eso resulta contraproducente: “Si viene una moto con algún herido, ¿cómo pasa?” Me uno a los reparos del líder del Movimiento Democracia, Sociedad y Desarrollo para Venezuela, sin resultados. Seguimos.

Nitu Pérez Osuna habla a un mínimo corro. Muchos la miran con recelo, la tarde anterior Henrique Capriles denunció el lábil trabajo de la periodista respecto de supuestos intentos del gobernador para “enfriar las protestas”. En tanto comentamos el asunto, una amiga de mi esposa nos avisa que hay represión a la altura de El Recreo. Decidimos tomar la salida hacia Chacao mientras vemos las trazas de bombas en el aire.

Enfilamos hacia la avenida Andrés Galarraga. Comenzamos a contar el efectivo para saber si podemos devolvernos en taxi. Entonces ocurrió: a contravía aparecieron unos treinta motorizados de la Guardia Nacional. El pequeño grupo donde caminábamos, a la orilla de la calle, sobre la incipiente grama, fue atacado sin razón e indiscriminadamente (¿acaso la botella de agua nos delataba?) El gas lacrimógeno cubrió con rapidez el ambiente y de inmediato llegaron los perdigones. Corrimos a ciegas. Una bomba cayó a nuestros pies; mi mujer se ahogaba, pero no podíamos detenernos, de lo contrario era posible que nos robaran o, peor, que nos detuvieran y de ese modo hacer parte de la estadística –muy elevada– de presos que suman las protestas.

Vi dos motos que intentaban saltar la isla para tener un mejor ángulo de tiro. Una anciana de gorra tricolor lloraba recostada a una puerta de hierro; una niña –catorce, quince años–, los ojos desorbitados por el pánico, hacía amagos de calmarla. Las detonaciones se oían muy cerca, en series, aterradoras. Cruzamos el muro de gas y llegamos a la avenida Libertador. No sé de dónde sacó fuerzas mi mujer (es asmática), pero logramos atravesar la Francisco de Miranda y, más calmados, nos detuvimos muy arriba, en el Centro Comercial San Ignacio.

Una vez en el taxi nos preguntamos por qué tanta saña. No sé, quizá ésta es la respuesta del gobierno a sus ciudadanos desarmados que reclaman calidad de vida: amedrentarlos, reducirlos al miedo para perpetuarse en el poder por el poder mismo, sin otro sentido más que negar lo que todos los venezolanos nos merecemos: un país civilizado.

Ya en casa nos enteramos del asesinato de Fabián Urbina (diecisiete años) en el Distribuidor Altamira, unos cuarenta minutos después de que nos atacaron. El balazo de un guardia nacional le descerrajó el pecho.

sábado, 17 de junio de 2017

Hugo

       


En noviembre pasado fui a Madrid por cuatro días. Llegué un lluvioso domingo antes de las siete de la mañana. Apenas dejé la maleta en la consigna del hotel salí a caminar por los lados de la Plaza Santa Ana y me colé por calles desiertas llenas de botellas vacías de la fiesta del sábado. Anduve más de noventa minutos chapoteando pozos, calado de frío, disfrutando la ciudad sin temor de ser asesinado o de caer en una alcantarilla. Fue raro. Me perdí.

Frente a una pequeña iglesia le pregunté a un hombre hacia qué parte quedada la Puerta de Sol. Me dijo que mejor tomara un autobús; sin embargo, señaló al este con el brazo extendido debajo del sobretodo, apuntó un par de referencias y caminó hasta el atrio del remozado templo. Una hora y algo más tarde estaba frente a la escultura del oso comiendo hojas de madroño.

Debía contactar a mi cuñada. Recordaba algunos locutorios por los lados del Ayuntamiento, pero ya no existían. En la Plaza de Canaletas el portugués dueño de un quiosco me ofreció, por tres euros, su móvil para una llamada. Se burló al verme perder unos centavos en el teléfono público. Mi presupuesto lo consumí en el desayuno. La entrega de los viáticos de la reunión a la cual me invitaron se haría al cierre.

Volví a Sol y pregunté a un vendedor ambulante de baratijas (Hugo) dónde quedaba el locutorio más cercano. “Quizá por Arenales”. Entonces, sin yo pedírselo, me ofreció su celular. “Hable cuanto quiera, los fines de semana tengo tarifa libre”. Un muchacho gordo con lentes, de Honduras.

Mi cuñada me rescató en Serrano 220, un sitio que conocía muy bien porque mi mujer trabajó allí entre 2002 y 2004.

Dos días después fui a buscar a Hugo. Su lugar lo ocupaba una mujer pequeña, aindiada, que vendía forros para móviles, bastos, mal rematados. Nada supo informarme.