domingo, 27 de agosto de 2017

Sobre el género que se funda a sí mismo


1. Algunas semanas después de la aparición de La muerte de Virgilio (1945), Hermann Broch recibe una carta de Albert Einstein: “Estoy fascinado por su novela y me protejo de ella sin cesar. Este libro me muestra claramente el peligro del que huí cuando me dediqué en cuerpo y alma a la ciencia.” Christian Salmon, quien reproduce las palabras que el físico dirige al novelista, se pregunta:

¡Qué insólita confesión la de Albert Einstein a Hermann Broch! ¿Cuál es ese peligro representado por la novela del que un hombre como Einstein tenía que protegerse sin cesar? ¿Qué significado dar a esa huida hacia la ciencia a la que alude Einstein?

Continúa Salmon:

Pero la carta de Einstein no se queda ahí: “Lo que dice usted en su libro sobre lo Intuitivo va en el mismo sentido que mi propio pensamiento. En efecto, la forma lógica ahonda tan poco en la esencia del acto de conocer como el metro en la esencia de la poesía o la ciencia del ritmo y de la sucesión de los acordes en la de la música. Lo esencial sigue siendo misterioso y lo será siempre, sólo puede sentirse, no comprenderse.”

¡Fantástico descubrimiento de Einstein que pasó inadvertido! La novela engloba el misterio del conocimiento, y es el terror que inspira este misterio lo que hace huir hacia la ciencia. ¿No contendrá esta huida hacia la ciencia una respuesta al enigma de la renuncia? ¿No habría que desarrollar esta imagen tratando también de la huida hacia la política y la de la huida hacia la ética?

Este diálogo entre Broch y Einstein nos permite centrar mejor las tres tentaciones del novelista (científica, ética, política): tentación de huida hacia la ciencia ante el misterio del conocimiento, tentación de huida hacia la política y hacia la ética ante el misterio de la experiencia...” (Christian Salmon. Tumba de la ficción, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 87)

La extensa cita trata de indagar las causas por las cuales un talentoso escritor como Broch abandona la hechura de ficciones (aun cuando luego de La muerte de Virgilio publica otras dos obras, una de ellas incompleta) para refugiarse en un aséptico estudio sobre psicología de las masas; de igual manera, clarifica el tipo de pulsión que impele a ciertos individuos a dedicarse al frío trabajo científico, menos peligroso, en apariencia, que el movedizo terreno del arte. Sin más, la “huida hacia la ciencia, la ética o la política” es la respuesta ante el miedo por escudriñar el conocimiento objetivo de los sentimientos humanos manifestados en la experiencia cotidiana del mundo.

De acuerdo: la ciencia aleja toda inseguridad por cuanto sólo atiende datos constatables: medidas, leyes, pruebas experimentales. Pero ¿quiénes realizan las verificaciones? Se cuenta que Augusto Comte reformula su primera conclusión científica cuando se descubre a sí mismo perdidamente enamorado. Freud detalla el mecanismo de los vicios y sin embargo muere de cáncer al no poder abandonar su dependencia del tabaco. ¿Se escudaba sólo tras lo objetivo Enrico Fermi al acuñar la frase: “Después de todo, es física superior” para referirse a la bomba atómica que él ayudó construir? También aquí el peligro acecha, quizá con mayor riesgo –Einstein dixit– que en el género novelesco.

De otra parte, si la novela es por definición el territorio de la incertidumbre probablemente sirva para exponer las tribulaciones de los hombres de ciencia, evadidos de la responsabilidad del vivir aleatorio por estar siempre concentrados en gravísimas tareas. Un poco al contrario de esas imágenes de blancos y silenciosos laboratorios en los cuales no se diferencian los días.

Empresa temeraria: relatar en el espacio de lo incierto (la ficción) aquello que obliga a quienes no desean encararse (lo desconocido) hacer el camino de las certezas (la ciencia). Esto es: sumirse en lo humano de la pretensión científica; escribir la fábula de un equívoco: aquella sobre la divinidad de los axiomas ejecutados por una diestra invisible cuyos dedos atizan fórmulas matemáticas y recurrentes experimentos.

He aquí, entonces, el logro de Volpi: componer una novela en la cual el papel protagónico lo ocupa la ciencia, en tanto que el contrapeso de esa figuración dramática es asumido, paradojalmente, por el mismo personaje: la ciencia. Héroe y villano resultan un estado circunstancial del ser movido por el tiempo, arrebatado por las pasiones de siempre. Los nombres cambian, los gestos son los mismos.

2. La historia política acaso nos convenza de que las mayores perversiones del siglo XX, aquellas que condujeron a las guerras mundiales de 1914 y 1939, fueron el nacionalismo y la expansión territorial (producto del viejo esquema colonialista o del incremento de las especulaciones mercantiles). Sin duda, una y otra causa devienen irrefutables. No obstante, bajo las tramas generales de estos motivos aparecen otros relatos que por igual contribuyeron –soliviantando o haciendo la denuncia de las consecuencias que acarrearía la defensa de esas ideas– a que los hechos se verificasen. Una de esos relatos concierne al avance de la ciencia. Anota José Manuel Sánchez Ron: “la historia del siglo XX habría sido muy diferente si no hubiesen tenido lugar los desarrollos científicos.” Más aún: “no podemos entender el siglo sin prestar a esa ciencia una atención preferente” (José Manuel Sánchez Ron. El siglo de la ciencia, Madrid, Taurus, 2000, p. 18). Es lo que ha hecho Volpi (En busca de Klingsor, Barcelona, Seix Barral, 1999): atender, desde lo ficticio, un tramo de la historiografía científica alemana correspondiente al período de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo al lapso inmediato de la capitulación germana y el control de parte de Alemania por los aliados, en especial, por los Estados Unidos.

No se crea, sin embargo, que leemos una historia edificante. La novela propone que el logro más ostensible de los últimos cien años ha sido un tajante ejemplo de irracionalidad: la búsqueda de la fisión del átomo se convirtió, para quienes participaron en el proyecto, una oscura tragedia de la cual nunca pudieron recuperarse. Y ello pese al éxito de las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki, pues el equipo norteamericano (compuesto en su mayoría por refugiados judíos que se formaron académicamente en el ámbito de la cultura de Weimar) cuestionaría luego el uso de esta energía con fines militares.

Pero En busca de klingsor no recrea −insisto− la trayectoria nuclear de los aliados. Por el contrario, cuenta la frustrada construcción de la bomba atómica por el Tercer Reich mediante el recurso de una pesquisa policíaca sobre el avance de los nazis en este campo. Investigación que tiene como fin atrapar al hombre clave Klingsor, asesor directo de Hitler en todo lo relativo a las actividades científicas emprendidas por Alemania durante la guerra.

3. Así pues, al teniente Francis Bacon (¿puede haber un nombre más exacto?) se le encarga averiguar quién fue Klingsor. Bacon es un físico teórico estadounidense caído en desgracia al serle descubierto un romance con una  mujer negra. El hecho, burdo y rocambolesco, lo convierte en obligado aprendiz de detective justo cuando duda sobre sus capacidades como científico. El joven Francis asume una tarea de la cual desconoce el método, pero que le brinda la posibilidad, también desconocida y por ello fascinante, de hallar un sentido a su desmantelada situación amorosa. Interroga a variadas personalidades de la ciencia: Max Planck, Erwin Schrödinger, Niels Bohr, careos donde pugna la admiración con el deber de llevar a buen término el trabajo encomendado.

Gracias a sus conocimientos Bacon y otros hilvanan para nosotros, indoctos lectores, algunos pasajes relativos a la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad, las partículas subatómicas y el desarrollo de la ciencia, en general, hasta mediados del siglo XX. Con todo, no es Bacon la voz principal de la obra. Este rol le corresponde a Gustav Links, personaje en quien recae el montaje arquitectónico.

Links, matemático cercano al grupo de asesores del Führer, suministra a Bacon valiosos informes sobre la escurridiza identidad de Klingsor, aunque éstos terminen siendo inútiles para la pesquisa, pero miliares para el funcionamiento del mecanismo narrativo. Porque al ser un profesional de las matemáticas quien establece el modo como se nos hará conocer la historia, Volpi hace verosímil la disposición de los elementos que materializan su novela: las dudas en torno del significado del narrador, las especulaciones sobre categorías relativas al comportamiento humano en un tono científico, la adecuada mezcla de discursos sin menoscabar las acciones.

Otro crédito: el estilo tendenciosamente directo de la prosa, así como la titulación de los capítulos y de los diversos apartados de cada uno de los libros en los cuales se divide la obra, crea la sensación de que leemos un documento verídico: esto ocurrió −insinúa la novela− así como lo cuenta Links o Bacon o Gödel o Stark o von Neumann. Sobre todo por el también tendencioso uso de pasajes tomados de la historiografía oficial.

De este modo los límites entre ficción escrita y realidad extraliteraria se difuminan, emancipando al texto más allá de sus funciones artísticas en favor de una metáfora que dibuja un bochornoso tramo de la historia del mundo.

4. Tributaria de un subgénero escaso o nada visitado por escritores de Latinoamérica, la novela de espionaje, En busca de Klingsor recurre por igual al uso de varios esquemas literarios: el tópico del amor imposible, la atmósfera y el ritmo del policial, el tono de la narración histórica, los más obvios. Asimismo, hace parte de una serie de piezas que se apoya en el cuestionamiento lúdico de su esencia novelesca; quiero decir: en el juego de equivocaciones producto de la escasa veracidad de los narradores: ¿a quién creer: al personaje que justifica su derrota mediante el concurso de una requisitoria de su propia vida (Links)?, ¿o al omnipotente dispensador de las variadas anécdotas? La única certidumbre en torno de la cual gira el argumento de la novela es que el fracaso resume el destino de todos sus participantes, así como el de algunas ideas tendientes a establecer quién o qué era Klingsor —y de aquellas que intentan explicar ciertos aspectos oscuros de la guerra (científica, personal, entre países).

Por añadidura, el fracaso como apología nos permite asistir, literalmente, a la cueva donde Werner Heinsenberg intenta hacer funcionar el prototipo de su bomba atómica, un gesto desesperado y por completo anacrónico en los estertores de la contienda.

La derrota también se inflige a la amistad: Bacon traiciona a su informante y más cercano colaborador en la creencia de que el sentimiento amoroso, ahora sí, le es favorable.

Curioso: la pintura de actos fallidos cristaliza una regia obra.

5. Entre las diversas lecturas de En busca de Klingsor la de ser un cuestionamiento moral resulta, a qué negarlo, el más evidente. Sin retacear su índole de obra ficticia, la novela despliega un discurso que ataca las supuestas bondades de la actividad científica –y su correlato: la tecnología– en favor del mejoramiento de la vida en el planeta. Nada tan lejano al altruismo como el interés de los físicos y matemáticos alemanes de adelantarse a los ingleses y norteamericanos en la creación de armamento nuclear, sobre la base de un primitivo entusiasmo por convertirse en los pioneros del ramo, al contrario del matiz nacionalista que todos creíamos –suscribo la artística interpretación de Volpi­– llevó al Tercer Reich hasta donde sabemos.

Se cuestiona la ciencia no como abstracción que subsiste, creen muchos, al margen del hombre, sino en su natural parasitismo: la practican, en fin, seres atenazados por los defectos del amor, la bilis de la fama, el egoísmo. También, por la simpleza de un rostro casi invisible en el ocaso.

Si la centuria número veinte es, con mucho, “el siglo de la ciencia” (como señala Sánchez Ron), no es poca la significancia del diagnóstico, en clave narrativa, emprendido por Volpi: en realidad aquellos fueron los años del mal puesto que los desarrollos científicos más trascendentales del lapso siempre apoyaron causas nefandas, o fueron resultado de turbias investigaciones militaristas. Como quiera que sea, se trató de condicionantes auspiciados por hombres que creían en ellos; más aún, que cifraron sus vidas en tales pruebas de fe.

Después de todo, el refugio de Einstein (quien figura, sobra decirlo, en la obra) no parece tan seguro.


Novela que retrata el lado oscuro de la ciencia cuando explora las posibilidades del mal, En busca de Klingsor advierte el peligro que se esconde en ese mundo que imaginamos libre de escollos sentimentales (ciclotrones, pipetas, cálculos), en una dimensión que transforma el logrado universo narrativo en una rotunda metafísica, demostrando al paso la fundante capacidad del género cada vez que coinciden, como aquí, arte y sabiduría.