jueves, 30 de agosto de 2018

Richie & Bobby





En realidad era tía política de mi padre, no de nosotros, los hijos de Luis Manuel Sandoval. Pero, igual, la llamábamos Tía Ana. Era viuda de Tomás Silva, el hermano de mi abuelo (a quien nunca conocimos: el maestro Silva –Juan Manuel Silva–, célebre ebanista de Barinas). La Tía vivía en San Felipe: una casa larga y angosta por los lados de Independencia, cerca de un campo de beisbol.

Una o dos veces por año llegaba a nuestro pequeñísimo apartamento de la Prolongación Razetti en Los Rosales. Lenta y amable, repartía presentes y relatos de los tiempos cuando el maestro Silva era requerido por los holgados apellidos de la capital yaracuyana, rendidos ante las destrezas del carpintero.

Más que la familia, lo que traía a Caracas a la Tía Ana eran unas misteriosas reuniones de la Escuela Magnético-Espiritual de la Comuna Universal, un culto de moda en los setenta fundado en Buenos Aires, hacia 1911, por el electricista español Joaquín Trincado, el cual llegó a tener una importante grey en Venezuela. La Tía era ferviente devota del libro Conócete a ti mismo, texto programático de la doctrina espiritista de Trincado.

Un sábado la Tía me llevó a uno de sus encuentros religiosos. En la entrada de la quinta blanca con puertas y ventanas de caoba (¿avenida El Cortijo, El Paseo? —sin duda, Los Rosales) veo dos hombres de traje. Ana los presenta a otros feligreses que llegan y entonces oigo sus nombres: Ricardo Rey y Bobby Cruz; “los músicos”, acota alguien.

No recuerdo de qué iba la reunión.

lunes, 7 de mayo de 2018

Escribir


Dicen que la crítica es el más infame de los oficios. Sobre todo porque siempre tiene algo que contrariar a quienes se ocupan del trabajo duro: los verdaderos artistas, esos que invierten años en un argumento o en la perfecta calibración de una estrofa.

Dicen que los críticos no suelen apreciar el talento allí donde éste se manifiesta pues, al no tenerlo, no saben distinguirlo. Ciegos ante la evidencia se dedican, entonces, a tareas menores: anotar deficiencias, corregir un pormenor, sugerir mejoras, exponer la llaga de su falta de imaginación creativa.

Dicen que la crítica es una actividad escolar sólo interesante para quienes se dedican a ella, una jauría de amargados que no vive la literatura. Con todo, muy pocos se preguntan cuál puede ser el sentido de una existencia tan vicaria, no obstante saber que el mundo se distingue también por sus rarezas.

La crítica se me impuso como labor la tarde cuando descubrí que para todo hay una bibliografía. Nada surge de la nada, ni la nada misma; ninguno sabe qué cosa extraña es esto que padecemos y llamamos vida y por eso escribe: para demorar el paso de las horas y así, en la cifra de la letra, tratar de entenderla. Dije tratar; tratar basta.

Escribir sobre literatura no ha sido una escogencia profesional de resultas de haber estudiado letras (muchos lo hacen y luego se dedican al tarot, a vender gafas, a administrar una cafetería) o por haber sido la única plaza disponible en un concurso universitario.

Escribo crítica porque es la manera como he aprendido a relacionarme mejor con los otros, con aquellos que escriben novelas, poemas, cuentos o crónicas (los campos literarios para mí más fascinantes), pues en sus libros me intuyo y me comprendo.

Escribo crítica para engañar al tiempo agotado en la lectura, para armar mi perfil autobiográfico con base en los títulos que leo y para aceptar, en fin, que sólo de esa manera puedo dejar sentado el definitivo contacto que se establece entre dos almas que se tocan por encima de toda distancia a través de las palabras.

Oficio infame, sin duda. Poco talentoso, mecánico e invidente. Qué le vamos a hacer.