miércoles, 2 de enero de 2019

Conversiones


Esta es, en apariencia, la historia de un joven caraqueño que decide indagar en las fuentes religiosas de sus ascendientes, sobre todo las vinculadas con el padre, un judío no ortodoxo de clase media quien ya le ha facilitado una sólida educación en los Estados Unidos. Para cumplir sus deseos el chico –obseso lector y espía de sí mismo– se establece en un Kibutz y accede a la universidad en Tel Aviv, pero mientras desarrolla sus tareas académicas se produce el ataque a Israel por una coalición militar sirio-egipcia que desencadena la guerra del Yom Kipur (octubre de 1973). Impelido por las circunstancias, además de reconocer su necesidad de integrarse a su nuevo país huyendo de la mediocridad venezolana de aquellos tiempos, el protagonista se hace miembro del ejército hebreo que sube a los Altos del Golán –una de las zonas en disputa– a enfrentar a los invasores. Justo en aquel sitio, en una trinchera bajo fuego, se inician las acciones de esta curiosa novela de Ricardo Bello.

En el panorama de nuestra narrativa no es extraño toparse con argumentos relacionados con aspectos de la cultura judía, bien porque a algunos autores les interesa mostrar sus ligaduras con aquella fe o porque requieren hacer énfasis en valores idiosincrásicos de esa tradición. Son los casos de Alicia Freilich (Cláper el marchante —1987), Isaac Chocrón (El vergel —2005) y Atanasio Alegre (El crepúsculo del hebraísta —2008), para citar tres títulos. Menos común es la exploración de asuntos relativos al mundo árabe, pues hasta donde sé sólo Ana Teresa Torres, La favorita del señor (2001), ha incursionado con soltura en ese terreno. Ahora debemos sumar Sacramento de la guerra (Caracas, Editorial Dahbar, 2018), del mencionado Bello, en donde Oriente, en su condición islámica, ocupa el núcleo de los tenues acontecimientos.

De modo que, mientras esquiva balas, el personaje va explicando a su compañero de trinchera (Natán) las motivaciones que lo llevaron a abandonar la seguridad de Caracas a principios de los setenta para embarcarse en un destino incierto y hasta peligroso. No obstante, sus convicciones lucen sólidas pese a los cuestionamientos políticos que el otro va dejando caer también como plomo de la contienda. Así nos enteramos del bachillerato norteamericano de Daniel, de las bondades económicas de las que ha sido beneficiario y de su descubrimiento del universo judaico con el cual tiene legítimas ataduras intelectuales. Asimismo, nos ponemos al tanto de las circunstancias que precipitaron el alejamiento familiar del muchacho y su rechazo a la muelle y vacía esperanza de vida ofrecida por las facilidades de su estrato social en Venezuela. Estos pasajes introductorios sirven, igualmente, para ilustrarnos sobre las causas que llevaron a la Guerra del Yom Kipur como una secuela de la Guerra de los Seis Días de 1967.

Daniel y Natán discuten y reflexionan sin desatender las faenas militares. Hay tráfago de equipos y órdenes. De pronto, aparecen varios soldados con distintivos de su propio ejército, pero en realidad se trata de un comando sirio que los toma prisioneros de manera fácil y sin violencia. En este punto la novela da un giro: hasta el momento cuando a la figura principal se la reduce a una celda veníamos leyendo la historia de un sujeto que busca el sentido de su paso por la tierra en el seno de una comunidad nacional-religiosa, una pieza con visos de aventura por cuanto el héroe de la obra, digamos, es capaz de ponerse en riesgo de muerte si con ello alcanza sus objetivos: conocimiento, patria, sabiduría. Sin embargo, una vez en manos de los sirios (a Daniel lo aherrojan en solitario; Natán es un topo de los árabes), el joven entra en un proceso de transformación de sus creencias espirituales tan drástico y profundo que lo cambia por completo.

La razón de esta aparente modificación argumental tiene que ver con el verdadero tema de la novela: ascender al discernimiento de las enseñanzas del islam como fórmula de comportamiento humano. Al principio, como suele ocurrir en estas situaciones, Daniel es torturado; se le niegan los más mínimos derechos de alimento y salubridad, se le humilla con método. A las semanas, su verdugo (otro caraqueño, marxista convencido e instrumento guerrero a favor de la causa árabe) va cediendo: distiende las charlas, polemiza respecto de las concepciones “pequeño-burguesas” del reo, le permite –gracia importante– tener un libro. El volumen, encuadernado con lujo, aparece una tarde en el duro catre de la celda: El Corán. A partir de la lectura de las revelaciones hechas por Alá a Mahoma, el mundo interior de Daniel Toledo entra en una nueva y definitiva etapa: la de su conversión en musulmán practicante. Sale de la cárcel y se instala en casa de su guía, un destacado Sheik de Damasco. A estas alturas, la novela ya es otra cosa.

Quiere decir, lo que pensábamos era una historia construida para celebrar las beneficiosas particularidades del judaísmo deriva, sin solución de continuidad, hacia el reconocimiento de que los preceptos coránicos resultan más significativos para Daniel que los textos de La Torá y El Talmud. El protagonista accede, en fin, a la verdadera integración con una feligresía a la que se siente llamado desde las páginas, ahora sí, sagradas y dignas de todo crédito: las líneas maestras de una escritura divina.

Este cambio de perspectiva modifica la estructura de la novela trizando las expectativas del lector: en adelante, nos sumergimos en un pesado discurso ensayístico –apologético– donde se nos detallan las supuestas bendiciones de la religión musulmana, con base en el punto de vista de Daniel y de las lecciones del Sheik; uso que ralentiza las acciones (disminuidas desde los capítulos concernientes a la prisión) y precipita el trabajo hacia regiones conceptuales opuestas a lo que hasta las más laxas poéticas exigen en un ejemplar del género: narrar. Con todo, es cierto que estos pasajes incorporan saltos temporales (las conocidas analepsis de la retórica) para ofrecernos vívidas rememoraciones de la juventud caraqueña de Toledo, de sus peripecias universitarias, de sus frustrantes escarceos sexuales, pero ello no atenúa el ostensible talante divulgativo de esos largos excursos.

Tal es el interés de Ricardo Bello por dejar clara su apreciación del islam a través de su personaje protagónico que olvida tres cuestiones que malogran la verosimilitud: 1) ¿por qué los sirios secuestran a Daniel si no parece que tenga valor como sujeto de posible cambio para los israelíes?; 2) ¿dónde fue a parar Ismael, el recalcitrante carcelero marxista? (sale de escena de la misma manera como entró: sin etiología); 3) ¿cómo es que liberan al caraqueño sin trámites de juicio?

Ya se ve, Sacramento de la guerra sólo ofrece, no cumple: comienza como aventura bélica, deviene alegato religioso y termina anunciando una posible trama de espías (intuida en las escenas finales cuando el ejército hebreo le propone a Daniel, aceptando incluso su nueva condición musulmana, que haga labores de inteligencia. Nunca lo sabremos). Entremedio, hay intentos por cristalizar una estrategia policíaca (los individuos que siguen al protagonista y al Sheik por las calles de Alepo: ¿fuerzas especiales israelitas?, ¿agentes sirios?, ¿funcionarios de la CIA o del MI6?), los cuales se diluyen abruptamente a partir del capítulo 56 (la novela tiene 62, todos de breve o mediana extensión) y, sin duda, la materialidad amorosa entre Daniel y Azima (la menor de las hijas del preceptor) según el rito islámico.

Por otro lado, debe reconocerse la copiosa pesquisa que sobre los engranajes de El Corán realiza el autor, en ocasiones con extremoso puntillismo, como en algunas notas que terminan siendo superfluas: “De ahí la necesidad del Yihad o la Guerra Santa, o al menos una interpretación del concepto.” En la palabra “Yihad” hay una llamada que explica a pie de página: “32 Yihad: Guerra Santa, tanto en el sentido militar como espiritual” (p. 78). Lo mismo pasa en: “El primer atributo a considerar es la unidad de Dios, que nos lleva a la exclusión de todos los demás dioses adorados en la Arabia preislámica o la Jahiliyyah, [acá la indicación para leer abajo] la edad de la ignorancia, la sociedad antes del Profeta, la paz sea con él”. La nota 40 redunda: “En el Islam se denomina Jahiliyyah el período anterior a la aparición del Profeta” (p. 101). Pero no abundemos.

La pasión de Ricardo Bello por la cultura islámica (también por la judía) lo llevó a escribir este libro que quizá convendría haber armado en otro registro o acaso en un género literario distinto; una mala calibración de enfoque que rebaja su funcionalidad novelesca y disminuye, lamentablemente, sus proyecciones estéticas.

[BELLO, Ricardo. Sacramento de la guerra. Caracas, Editorial Dahbar, 2018. 210 p.]