“Buenos días”, grita, pero nadie
contesta. “Buenos días”, repite ahora más alto, retrechero. Algunos,
intimidados, responden; otros, como yo, continúan en lo suyo: conversan, leen,
miran su propio reflejo en la ventana. El hombre camina por el vagón dejando
una estampita de la virgen María o con el mensaje de una indefinible ONG para
el rescate de los adictos a las drogas en paisaje bucólico. Al rato recoge las
tarjetas, que muchos ni tocan, molesto ante la poca cosecha. Entonces lanza una
arenga contra el egoísmo, escupe anatemas, amenaza con su índice mugriento.
Tres muchachos parados en la puerta, el doble de altos que él, reciben la
fulmínea mirada con displicencia y hasta con simpatía. Desesperado, el sujeto
cambia de táctica y pide, directamente, una moneda a cada uno de los chicos. Es
inútil, sólo recibe los cartones que arrebata con fuerza y camina de un lado a
otro gritando: “un bolívar, un bolívar”. Cuando vuelve a pasar por mi lado
siento el olor a basura y veo su palma sucia apretando una nube y algo como la
rama de una palmera.
Paso la mano izquierda por mi cabello
tratando de quitarme la grasa de miles de cabezas adherida a la ventana que, al
intentar evadir el tufo, me obligó a torcer el cuello más de lo debido. Al
reacomodarme, no puedo rechazar el paquete de chocolates que un moreno ladino
coloca en mis piernas. Asume que en casa me esperan cinco hijos ansiosos y que
el dulce elevará mis réditos de buen padre. La niña de al lado toma una de las
barras que he puesto en el lindero entre nuestros asientos; su madre dice, “no,
Maryulis, ese es del señor.” Veloz como su repetido discurso, el chocolatero
retoma su mercancía y bendice sin discriminación.
Apenas entro en la escena en la que se
producirá un hecho tremendo (leo Desgracia,
de J. M. Coetzee), un lisiado en silla de ruedas echa el cuento que lo redujo a
tal estado: bandas en pugna, escaleras, cursos universitarios nocturnos después
del trabajo. Quizá no pasó del primer semestre, me digo: su confusión entre la
ele y la erre es sintomática. La calle, además, le ha contagiado el modo de
prolongar las frases y el siseo. No le va mal: salvo por la poca movilidad –el
tren está abarrotado– veo docenas de manos ofreciendo y lo escucho a él dando
gracias.
A la Maryulis le entró la
hiperquinesia: llevo un par de patadas en mi pierna. La señora parece no
enterarse, enfrascada en un juicio sobre celulares con su marido, a quien tengo
enfrente, en franelilla, con tatuaje al bíceps y cadena. Aguanto las ganas de limpiarme
la bota del pantalón y me propongo cambiarme en cuanto lleguemos a Capitolio
donde es seguro que baje mucha gente.
Suben dos reguetoneros que con sus
improvisaciones dirimen las causas políticas de un par de ancianos en la zona
azul del coche. Ya he perdido la cuenta de los pedigüeños, sólo me interesa
terminar el capítulo de Coetzee y llegar a la oficina de trámite del pasaporte
en Palo Verde. Voy concentrado hasta que, de nuevo, se me sienta al lado una
madre con su hijo. No hay manera de cambiar de silla. Recojo mis piernas,
aunque el niño, sea el caso de decirlo, es más bien tranquilo. De pronto (los
personajes de la novela tiran perros en una furgoneta), siento una caricia en
mi brazo, otra vez el izquierdo: no me atrevo a moverme, pero sé que es una
manita que se entretiene con los vellos arriba de la correa del reloj. Qué
raro, me digo, antes de bajarme en la terminal sin concluir el párrafo.
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