1. Algunas semanas después de la
aparición de La muerte de Virgilio
(1945), Hermann Broch recibe una carta de Albert Einstein: “Estoy fascinado por
su novela y me protejo de ella sin cesar. Este libro me muestra claramente el
peligro del que huí cuando me dediqué en cuerpo y alma a la ciencia.” Christian
Salmon, quien reproduce las palabras que el físico dirige al novelista, se
pregunta:
¡Qué insólita confesión la de
Albert Einstein a Hermann Broch! ¿Cuál es ese peligro representado por la
novela del que un hombre como Einstein tenía que protegerse sin cesar? ¿Qué
significado dar a esa huida hacia la ciencia a la que alude Einstein?
Continúa
Salmon:
Pero la
carta de Einstein no se queda ahí: “Lo que dice usted en su libro sobre lo
Intuitivo va en el mismo sentido que mi propio pensamiento. En efecto, la forma
lógica ahonda tan poco en la esencia del acto de conocer como el metro en la
esencia de la poesía o la ciencia del ritmo y de la sucesión de los acordes en la
de la música. Lo esencial sigue siendo misterioso y lo será siempre, sólo puede
sentirse, no comprenderse.”
¡Fantástico
descubrimiento de Einstein que pasó inadvertido! La novela engloba el misterio
del conocimiento, y es el terror que inspira este misterio lo que hace huir
hacia la ciencia. ¿No contendrá esta huida hacia la ciencia una respuesta al
enigma de la renuncia? ¿No habría que desarrollar esta imagen tratando también
de la huida hacia la política y la de la huida hacia la ética?
Este diálogo
entre Broch y Einstein nos permite centrar mejor las tres tentaciones del
novelista (científica, ética, política): tentación de huida hacia la ciencia
ante el misterio del conocimiento, tentación de huida hacia la política y hacia
la ética ante el misterio de la experiencia...” (Christian Salmon. Tumba de la ficción, Barcelona, Anagrama,
2001, p. 87)
La
extensa cita trata de indagar las causas por las cuales un talentoso escritor
como Broch abandona la hechura de ficciones (aun cuando luego de La muerte de Virgilio publica otras dos
obras, una de ellas incompleta) para refugiarse en un aséptico estudio sobre
psicología de las masas; de igual manera, clarifica el tipo de pulsión que
impele a ciertos individuos a dedicarse al frío
trabajo científico, menos peligroso, en apariencia, que el movedizo terreno del
arte. Sin más, la “huida hacia la ciencia, la ética o la política” es la
respuesta ante el miedo por escudriñar el conocimiento objetivo de los
sentimientos humanos manifestados en la experiencia cotidiana del mundo.
De
acuerdo: la ciencia aleja toda inseguridad por cuanto sólo atiende datos
constatables: medidas, leyes, pruebas experimentales. Pero ¿quiénes realizan
las verificaciones? Se cuenta que Augusto Comte reformula su primera conclusión
científica cuando se descubre a sí
mismo perdidamente enamorado. Freud
detalla el mecanismo de los vicios y sin embargo muere de cáncer al no poder
abandonar su dependencia del tabaco. ¿Se escudaba sólo tras lo objetivo Enrico
Fermi al acuñar la frase: “Después de todo, es física superior” para referirse
a la bomba atómica que él ayudó construir? También aquí el peligro acecha,
quizá con mayor riesgo –Einstein dixit–
que en el género novelesco.
De
otra parte, si la novela es por definición el territorio de la incertidumbre
probablemente sirva para exponer las tribulaciones de los hombres de ciencia,
evadidos de la responsabilidad del vivir aleatorio por estar siempre
concentrados en gravísimas tareas. Un poco al contrario de esas imágenes de
blancos y silenciosos laboratorios en los cuales no se diferencian los
días.
Empresa
temeraria: relatar en el espacio de lo incierto (la ficción) aquello que obliga
a quienes no desean encararse (lo desconocido) hacer el camino de las certezas
(la ciencia). Esto es: sumirse en lo humano de la pretensión científica;
escribir la fábula de un equívoco: aquella sobre la divinidad de los axiomas
ejecutados por una diestra invisible cuyos dedos atizan fórmulas matemáticas y
recurrentes experimentos.
He
aquí, entonces, el logro de Volpi: componer una novela en la cual el papel
protagónico lo ocupa la ciencia, en tanto que el contrapeso de esa figuración
dramática es asumido, paradojalmente, por el mismo personaje: la ciencia. Héroe
y villano resultan un estado circunstancial del ser movido por el tiempo,
arrebatado por las pasiones de siempre. Los nombres cambian, los gestos son los
mismos.
2. La historia política acaso nos
convenza de que las mayores perversiones del siglo XX, aquellas que condujeron
a las guerras mundiales de 1914 y 1939, fueron el nacionalismo y la expansión
territorial (producto del viejo esquema colonialista o del incremento de las
especulaciones mercantiles). Sin duda, una y otra causa devienen irrefutables.
No obstante, bajo las tramas generales de estos motivos aparecen otros relatos
que por igual contribuyeron –soliviantando o haciendo la denuncia de las
consecuencias que acarrearía la defensa de esas ideas– a que los hechos se
verificasen. Una de esos relatos concierne al avance de la ciencia. Anota José
Manuel Sánchez Ron: “la historia del siglo XX habría sido muy diferente si no
hubiesen tenido lugar los desarrollos científicos.” Más aún: “no podemos
entender el siglo sin prestar a esa ciencia una atención preferente” (José Manuel
Sánchez Ron. El siglo de la ciencia,
Madrid, Taurus, 2000,
p. 18). Es lo que ha hecho Volpi (En
busca de Klingsor, Barcelona, Seix Barral, 1999): atender, desde lo ficticio, un
tramo de la historiografía científica alemana correspondiente al período de la Segunda Guerra
Mundial, sobre todo al lapso inmediato de la capitulación germana y el control
de parte de Alemania por los aliados, en especial, por los Estados Unidos.
No
se crea, sin embargo, que leemos una historia edificante. La novela propone que
el logro más ostensible de los últimos cien años ha sido un tajante ejemplo de
irracionalidad: la búsqueda de la fisión del átomo se convirtió, para quienes
participaron en el proyecto, una oscura tragedia de la cual nunca pudieron
recuperarse. Y ello pese al éxito de las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki,
pues el equipo norteamericano (compuesto en su mayoría por refugiados judíos
que se formaron académicamente en el ámbito de la cultura de Weimar)
cuestionaría luego el uso de esta energía con fines militares.
Pero
En busca de klingsor no recrea
−insisto− la trayectoria nuclear de los aliados. Por el contrario, cuenta la
frustrada construcción de la bomba atómica por el Tercer Reich mediante el
recurso de una pesquisa policíaca sobre el avance de los nazis en este campo.
Investigación que tiene como fin atrapar al hombre clave Klingsor, asesor
directo de Hitler en todo lo relativo a las actividades científicas emprendidas
por Alemania durante la guerra.
3. Así pues, al teniente Francis
Bacon (¿puede haber un nombre más exacto?) se le encarga averiguar quién fue
Klingsor. Bacon es un físico teórico estadounidense caído en desgracia al serle
descubierto un romance con una mujer
negra. El hecho, burdo y rocambolesco, lo convierte en obligado aprendiz de
detective justo cuando duda sobre sus capacidades como científico. El joven
Francis asume una tarea de la cual desconoce el método, pero que le brinda la
posibilidad, también desconocida y por ello fascinante, de hallar un sentido a
su desmantelada situación amorosa. Interroga a variadas personalidades de la
ciencia: Max Planck, Erwin Schrödinger, Niels Bohr, careos donde pugna la
admiración con el deber de llevar a buen término el trabajo encomendado.
Gracias
a sus conocimientos Bacon y otros hilvanan para nosotros, indoctos lectores,
algunos pasajes relativos a la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad,
las partículas subatómicas y el desarrollo de la ciencia, en general, hasta
mediados del siglo XX. Con todo, no es Bacon la voz principal de la obra. Este
rol le corresponde a Gustav Links, personaje en quien recae el montaje
arquitectónico.
Links,
matemático cercano al grupo de asesores del Führer, suministra a Bacon valiosos
informes sobre la escurridiza identidad de Klingsor, aunque éstos terminen
siendo inútiles para la pesquisa, pero miliares para el funcionamiento del
mecanismo narrativo. Porque al ser un profesional de las matemáticas quien
establece el modo como se nos hará conocer la historia, Volpi hace verosímil la
disposición de los elementos que materializan su novela: las dudas en torno del
significado del narrador, las especulaciones sobre categorías relativas al
comportamiento humano en un tono científico,
la adecuada mezcla de discursos sin menoscabar las acciones.
Otro
crédito: el estilo tendenciosamente directo de la prosa, así como la titulación
de los capítulos y de los diversos apartados de cada uno de los libros en los
cuales se divide la obra, crea la sensación de que leemos un documento verídico: esto ocurrió −insinúa la
novela− así como lo cuenta Links o Bacon o Gödel o Stark o von Neumann. Sobre
todo por el también tendencioso uso de pasajes tomados de la historiografía
oficial.
De
este modo los límites entre ficción escrita y realidad extraliteraria se
difuminan, emancipando al texto más allá de sus funciones artísticas en favor
de una metáfora que dibuja un bochornoso tramo de la historia del mundo.
4. Tributaria de un subgénero
escaso o nada visitado por escritores de Latinoamérica, la novela de espionaje,
En busca de Klingsor recurre por
igual al uso de varios esquemas literarios: el tópico del amor imposible, la
atmósfera y el ritmo del policial, el tono de la narración histórica, los más
obvios. Asimismo, hace parte de una serie de piezas que se apoya en el
cuestionamiento lúdico de su esencia novelesca; quiero decir: en el juego de
equivocaciones producto de la escasa veracidad de los narradores: ¿a quién
creer: al personaje que justifica su derrota mediante el concurso de una
requisitoria de su propia vida (Links)?, ¿o al omnipotente dispensador de las
variadas anécdotas? La única certidumbre en torno de la cual gira el argumento
de la novela es que el fracaso resume el destino de todos sus participantes,
así como el de algunas ideas tendientes a establecer quién o qué era Klingsor
—y de aquellas que intentan explicar ciertos aspectos oscuros de la guerra
(científica, personal, entre países).
Por
añadidura, el fracaso como apología nos permite asistir, literalmente, a la
cueva donde Werner Heinsenberg intenta hacer funcionar el prototipo de su bomba
atómica, un gesto desesperado y por completo anacrónico en los estertores de la
contienda.
La
derrota también se inflige a la amistad: Bacon traiciona a su informante y más
cercano colaborador en la creencia de que el sentimiento amoroso, ahora sí, le
es favorable.
Curioso:
la pintura de actos fallidos cristaliza una regia obra.
5. Entre las diversas lecturas de En busca de Klingsor la de ser un
cuestionamiento moral resulta, a qué negarlo, el más evidente. Sin retacear su
índole de obra ficticia, la novela despliega un discurso que ataca las
supuestas bondades de la actividad científica –y su correlato: la tecnología–
en favor del mejoramiento de la vida en el planeta. Nada tan lejano al altruismo
como el interés de los físicos y matemáticos alemanes de adelantarse a los
ingleses y norteamericanos en la creación de armamento nuclear, sobre la base
de un primitivo entusiasmo por convertirse en los pioneros del ramo, al
contrario del matiz nacionalista que todos creíamos –suscribo la artística
interpretación de Volpi– llevó al Tercer Reich hasta donde sabemos.
Se
cuestiona la ciencia no como abstracción que subsiste, creen muchos, al margen
del hombre, sino en su natural parasitismo: la practican, en fin, seres
atenazados por los defectos del amor, la bilis de la fama, el egoísmo. También,
por la simpleza de un rostro casi invisible en el ocaso.
Si
la centuria número veinte es, con mucho, “el siglo de la ciencia” (como señala Sánchez
Ron), no es poca la significancia del diagnóstico, en clave narrativa,
emprendido por Volpi: en realidad aquellos fueron los años del mal puesto
que los desarrollos científicos más trascendentales del lapso siempre apoyaron
causas nefandas, o fueron resultado de turbias investigaciones militaristas.
Como quiera que sea, se trató de condicionantes auspiciados por hombres que
creían en ellos; más aún, que cifraron sus vidas en tales pruebas de fe.
Después
de todo, el refugio de Einstein (quien figura, sobra decirlo, en la obra) no
parece tan seguro.
Novela
que retrata el lado oscuro de la ciencia cuando explora las posibilidades del
mal, En busca de Klingsor advierte el
peligro que se esconde en ese mundo que imaginamos libre de escollos
sentimentales (ciclotrones, pipetas, cálculos), en una dimensión que transforma
el logrado universo narrativo en una rotunda metafísica, demostrando al paso la
fundante capacidad del género cada vez que coinciden, como aquí, arte y sabiduría.
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