Hace
unos días, Rodrigo Blanco Calderón dio a conocer una lista de novelas
venezolanas publicadas «desde enero de 2010 hasta julio de 2020». Es decir,
precisa Blanco: «10 años y medio» de producción novelística. Se trata de una
pesquisa acometida sin ánimos de exhaustividad –pero con mucho entusiasmo– que intenta
dar a conocer parte del comportamiento editor relacionado con ese género
literario en el país y con las apuestas que ciertas empresas internacionales han
hecho por unas cuantas obras de nuestros narradores en el lapso (https://elatajomaslargo.wordpress.com/2020/07/20/novelas-venezolanas-publicadas-en-el-periodo-2010-2020/).
Aun
cuando la intención de Rodrigo es clara: «necesidad de ponerme al día con las
novelas venezolanas que se han publicado en los últimos años (…) al punto en
que quise tener un mapa general de lo que me había perdido»; el parcial
inventario sirve para señalar algunas cuestiones que desbordan la lista.
Hasta
el 23 de julio de 2020 Blanco Calderón computa –el repertorio es perfectible–
doscientos trece títulos (213); cifra impresionante si atendemos al hecho de
que el mercado editorial en Venezuela no suele ser boyante con el género, menos
aún en tiempos de estrechez económica y cavernaria cotidianidad. Si ese número
pudiera sorprender a quienes revisen el catálogo, piénsese en las muchas
entradas omitidas, en las reediciones, en las piezas que circulan solo en
formato electrónico –cito tres tipos de casos– y se tendrá una sensación
paradójica respecto de las maneras cómo los venezolanos (entre estos, ciertos
escritores) hemos venido asumiendo años de pobreza política, de deterioro de la
infraestructura, de rebajamiento de nuestra alma colectiva desde, al menos,
hace dos décadas.
Me
permitiré exponer varias consideraciones, con base en la lista de @atajoslargos,
sobre aspectos de productividad estético-literarios en la novela venezolana
actual. (Entiendo por productividad estético-literaria la relación entre el
cristalizado de nociones relativas a lo que, de manera general, se considera una
obra novelesca: un objeto de carácter artístico –lenguaje, estructura, personajes,
historia– orientado por el máximo interés de conmover la sensibilidad del
lector mediante el entretejido de un universo ficcional autónomo que, no
obstante sus anclajes con el mundo real,
active teclas de eso que, grosso modo,
llamamos condición humana.) Mis
pretensiones son simples, apenas sostenidas por la lectura que posibilita la
lista: un examen rápido y un tanto acrítico, pero que tiene –eso espero– el valor
del tráfago que vengo haciendo con la materia.
1. Dinámicas del
territorio
Comenzaré
con una obviedad: lo primero que salta a la vista es la persistencia de autores
–surgidos a la vida pública de nuestras letras en diversos momentos de la reciente
historia cultural del país– que a estas alturas forman parte, por legítimo
derecho, del canon de la narrativa venezolana. La noción de «canon», se sabe,
se halla un tanto desprestigiada (como la de «literatura nacional») en ciertos
círculos crítico-académicos. Sin embargo, es la que mejor se adapta para
comprender los valores estéticos que posibilitan la entrada de las obras en ese
empíreo de las repúblicas literarias nacionales: la tradición. Por supuesto, construir
el canon comporta en ocasiones hacer uso de realidades extraliterarias, como pasa
con la archiconocida Peonía (1890),
la novela de Manuel Vicente Romero García que metió a su escriba («semiletrado»,
lo llama Uslar Pietri) en la tradición solo porque fue el primero –creyeron
muchos– en incorporar el paisaje venezolano en aquella defectuosa pieza. A
estas alturas resulta una alcabala necesaria en todos los estudios que se
ocupen de historiar el curso de la novela en Venezuela, aunque sea para
refutarla. (Hay otras incorporaciones por ese estilo, pero este no es el
espacio para detallarlas).
Así
pues, acá se incluyen los títulos de autores representativos (una manera menos enfática de calificar a quienes
ya se consideran nombres tradicionales –canónicos– y que no pueden obliterarse
en ningún trabajo de conjunto sobre el género y su manifestación en el país en
el período): Luis Barrera Linares, Alberto Barrera Tyszka, Israel Centeno, Juan
Carlos Chirinos, Sonia Chocrón, Boris Izaguirre, Jacqueline Goldberg, Miguel
Gomes, Elisa Lerner, Eduardo Liendo, Juan Carlos Méndez Guédez, Carlos Noguera,
Ednodio Quintero, Victoria de Stefano, Ana Teresa Torres, Eloi Yagüe Jarque,
Gustavo Valle, etcétera (no haré listas de la lista). Ahora bien, pese a que estos
escritores –insisto– no pueden soslayarse en las panorámicas de nuestra novelística, ello
no implica que, por lo que concierne al inventario de Blanco Calderón, los títulos
transcritos sean sus libros mejor logrados o que cada uno de ellos supere, como
en una carrera de obstáculos, dificultades técnicas o poéticas (digo una
tontería, claro, pero es aconsejable recordarlo).
Al
comparar, por ejemplo, Mujeres que matan
(2019), de Barrera Tyszka, con La
enfermedad (2006, sí, no se corresponde con el perímetro de la lista), es notable el cambio de registro estilístico
y la más restringida proyección de la primera, castigada por la necesidad de
mostrar el contexto venezolano del chavismo. Puede argüirse que cada una de
esas historias requería una tesitura y un élan
distintos; con todo, no deja de ser curioso que la segunda de las piezas revele
un provechoso tratamiento plástico y denso –eficaz– del tema, en tanto Mujeres que matan resulta algo aluvional
y de cierre abrupto.
Lo
mismo ocurre con los títulos registrados de Centeno: Jinete a pie (2014) quiere ser una distopía sobre la Venezuela
actual, pero falla en su propuesta: el lenguaje enrarece la anécdota al extremo
de tornarse, a ratos, incomprensible; por el contrario, Bajo las hojas (2010) es una novela que evidencia un luminoso
tramado y la digna resolución de una historia apasionada e interesante.
No
abundaré en otras demostraciones.
Junto
con los autores representativos la lista proporciona nombres emergentes, una
suerte de nueva generación (término
cuestionado, pero que en estos comentarios sirve para ilustrar esas
irrupciones) que de forma agonística (en el sentido desarrollado por Harold
Bloom) intenta hacerse sitio en el campo cultural (Bourdieu): los nacidos a
partir de 1970. Estoy consciente de que el criterio crono-biológico de los narradores
deviene basto y haragán. Lo uso aquí de forma temporaria hasta que alguien
realice la debida evaluación de grupo.
Como en el caso de los que denomino
canónicos o representativos, hay altibajos en los títulos enlistados adscritos
a los emergentes. Me limito a apuntar las novelas que considero más sólidas del
conjunto (ya habrá tiempo de precisar las debidas nomenclaturas
teórico-críticas): Percusión y tomate
(2010), de Sol Linares; La ciudad vencida
(2014), de Yeniter Poleo; Blue Label/Etiqueta azul (2010),
Transilvania Unplugged (2011) y Liubliana (2012), de
Eduardo Sánchez Rugeles; Los
escafandristas (2014), El dedo de
David Lynch (2015), Los nombres
(2016), de Fedosy Santaella; Santiago se
va (2015), de José Urriola; y del propio Rodrigo Blanco Calderón, The Night (2016). Cada una de estas
piezas contiene bondades que oscilan entre el nítido manejo de la arquitectura
hasta el decantado de una tersa prosa, sin descuidar el sostenimiento de la
tensión y el tempo narrativos, además
de plasmar historias inolvidables que se van sedimentando en la memoria del
lector como un bajo continuo.
Es
seguro que, si continúan en el ruedo, estos autores quizá puedan ofrecer nuevos
títulos que satisfagan las más rígidas expectativas críticas (aunque, por
supuesto, nadie escribe para complacencia de los críticos).
[Para
dejarlo claro, advierto que, de este grupo de los nacidos a partir de 1970, no
he leído, por razones materiales o de tiempo: Cuarto azul (Raquel Abend van Dalen ―2017), Archeus (Luis Enrique Belmonte ―2019), La isla
de la fama efímera (Javier Ignacio Alarcón ―2017), Tiempo de encierro (Doménico Chiappe ―2013), Nubes negras sobre Bianchi (Yady Campo Ramírez ―2018), Balnearios de Etiopía (Javier Guerrero
―2010), La música de los barcos
(Liliana Lara ―2018), Mandrágora
(Camilo Pino, ―2016), Las costureras
invisibles (Yeniter Poleo ―2019), Malasangre
(Michelle Roche ―2020), El revuelo de los
insectos (Manuel Gerardo Sánchez ―2020), El síndrome de Lisboa (Eduardo Sánchez Rugeles ―2020), Boeuf: relato a la manera de Cambridge
(Jesús Miguel Soto ―2018), Fisuras
(José Urriola ―2020).]
2. Repentismos
La
lista de Rodrigo permite, asimismo, volver sobre un asunto que he tratado en
intervenciones públicas (charlas, foros, clases) y que ahora es oportuno dejar
sentado: eso que, impelido por las circunstancias para explicar el fenómeno de
manera clara y rápida, llamo repentismo.
No
sé si esto ocurre en otros contextos literarios nacionales, lo cierto es que,
de un tiempo a esta parte, en Venezuela cunde el vicio (¿el virus?) de escribir
novelas (y cuentos, memorias, poemas y diarios). Las razones de esta enfermedad
se relacionan –es una hipótesis– con la ruptura que significó el arribo de Hugo
Chávez (y su deriva) al poder, lo cual produjo no solo cambios en las formas de
entender el manejo de la cosa pública y las relaciones civiles, sino que
auspició el trizado del imaginario simbólico respecto de los usos y la funcionalidad
del arte escrito en el diletante, en el lector ocasional y en decenas de profesionales
de varias ramas del saber que de pronto sintieron el despertar, el llamado de una aparente y dormida vocación por la
escritura.
Sin
duda, la «revolución bolivariana» afectó la sensibilidad, la economía, los
parámetros de vida cotidianos de inmensos sectores y estratos del país. El
espectro de afectación polarizó a los venezolanos: unos se convirtieron en paladines
de la maquinaria chavista; otros, en firmes adversarios. La narrativa, en tanto
producto social, recogerá estos avatares (como en el pasado, en los años de la
dictadura de Juan Vicente Gómez, en la época de la insurgencia guerrillera de
los sesenta, y así), los cuales se irían materializando en una que otra pieza
de narradores representativos o
emergentes (Juan Carlos Méndez Guédez ―Retrato
de Abel con isla volcánica al fondo, 1997; Eduardo Sánchez Rugeles Blue Label/Etiqueta azul, 2010; José
Roberto Duque ―Tiempos del incendio,
2014) en el transcurso de la era de Chávez (1992-?), como llamo al
período aún en marcha.
Enfatizo
narradores con bastardillas porque el
repentismo no afecta directamente a quienes han hecho de la confección de obras
creativas en prosa (representativos y/o emergentes) su cifra de vida. (No
obstante, hay casos en los que algunos oficiantes han sucumbido a una segunda
forma de repentismo. Ya me referiré a ella.) Para decirlo de una vez: en el
campo de la narrativa venezolana actual hormiguean sujetos con muy buenas
intenciones –quién puede negarlo– que han visto en la novela el género por
antonomasia para exponer cómo el paraíso chavista ha beneficiado sus
existencias o, terreno más prolijo, cómo los ha vapuleado hasta convertirlos en
unos meros denunciantes de las perversiones revolucionarias. En fin: utilizan un
formato de expresión artística sin conocer el espíritu que alienta esa
modalidad literaria y, peor aún, desconociendo las más de las veces los
rudimentos de composición que deben dominarse para su correcto ejercicio o,
caso extremo, el simple fraseo de la sintaxis. Escritores repentistas, pues;
improvisadores que desean manifestar sus quejas políticas o, cuando sacian sus ímpetus
acusadores, el lábil fondo de unas historias superficiales, baladíes, insulsas.
A veces, todo hay que decirlo, malogran una potente anécdota porque no saben
cómo galvanizarla.
Debo
señalar, noblesse oblige, que esta
anomalía ha sido también fomentada de manera indirecta por algunos de nosotros:
docentes de literatura, escritores sin cargos burocráticos, que obligados por
las circunstancias para complementar el salario nos desdoblamos en guías de
talleres literarios y en multiplicadores de una falsa creencia: escribir –se dice–
solo requiere oficio diario con la redacción y el manejo de una caja de
herramientas mínimas (historia, puntos de vistas, personajes); nada se comenta
(son cursos relámpagos) de la práctica concienzuda, reflexiva, constante, del
acto de leer; menos aún, de la esencia y necesidad de una poética.
En
la lista de Rodrigo sobresalen varios repentistas. No cuestiono las
motivaciones de su escritura ni el hecho de que, para ver sus aparentes ideas novelescas convertidas en libro, algunos
tuvieron que soflamar su propio peculio. A fin de cuentas, la buena y la mala narrativa
existen gracias a la amplitud democrática del arte: todo cabe, pero no todo
funciona. Mi intención es crítica, no moral. Sé, sin embargo, que las siguientes
menciones no gustarán a muchos, tal vez escudados en ese otro gran equívoco: aquello de que bien vale el esfuerzo de redactar cientos de páginas, aunque los
resultados sean efímeros. Problema: hasta donde conozco, el esfuerzo se premia
en el parvulario, no en el abierto y pugnaz terreno de la vida consciente.
Cito,
para ilustrar, tres repentistas conspicuos: Manuel Acedo Sucre, Gonzalo Himiob
Santomé, Moisés Naím. Las piezas de estos autores adolecen de fallas en el
lenguaje, en la estructura y en el manejo de situaciones y personajes. Sus
historias se empantanan debido a la evidente poca práctica en el manejo de
materiales narrativos y en la ausencia de una clara direccionalidad de las
propuestas. Lo más grave es la falta de gusto por la lengua literaria: las
construcciones sintácticas recaen en el lugar común, en la confusión expresiva
y en el escaso brillo fraseológico.
Estas
carencias se iteran en los otros repentistas de la lista. El lector sabrá
identificarlos (a autores y textos) apenas inicie la lectura de los libros ordenados
por Rodrigo. Me excuso por no agregar más ejemplos y paso al último asunto: las
composiciones repentistas cuyas historias se construyen en torno del contexto
chavista.
En
este renglón es más ostensible el abuso de la novela como válvula de escape de
malestares sociales en detrimento de sus valores o condiciones artísticas. Lo
llamo repentismo temático. En él
incurren representativos y emergentes, y los repentistas propiamente tales. Los
temas resultan disímiles (corrupción política, debacle económica, exilio o
encarcelamientos forzosos, pérdida del sentido de la vida civil, golpes de
Estado), pero todos giran en torno de las consecuencias derivadas de la
«revolución bolivariana». Hago un rápido y nada minucioso paneo: Mario Acuña Santaniello: El apetito de Pulgasari (2018),
Heberto José Borjas: Las
verdades cuadradas (2020), Mirco Ferri: Vida de perros (2015), Jonathan Jakubowicz: Las aventuras de Juan
Planchard (2016), Rodrigo Lares
Bassa: Hombres de café (2013), Inés Muñoz Aguirre: Anclados (2018), José Negrón Valera: Un loft para
Cleopatra (2017), Carlos Noguera:
Crónica de los fuegos celestes (2010), César Oropeza: Sueño con Chávez (2015),
Emmanuel Rincón: La
trivialidad del mal (2016), Golcar Rojas: Te voy a llevar al cielo (2015), Raúl Sojo Montes: Seguros de justicia,
C.A. (2017), Gusmar Sosa
Crespo: Las caricias del tiempo (2015), Carl Zitelmann: Choro 2021 (2019),
entre otros títulos.
De modo pues
que los tumultuosos acontecimientos socioculturales padecidos en Venezuela en
el lapso que recoge la lista de Rodrigo Blanco, tienen en la muestra de
narraciones del párrafo anterior prueba irrefutable de esos sucesos. Lo que no
queda claro es si el formato creativo escogido por los autores de esos libros era
el más idóneo para hacer sus legítimas denuncias.
3. Cierre provisorio
Habría otros aspectos que señalar: por ejemplo, el impacto de las ediciones de autor y el de ciertas casas editoriales que ahora funcionan –empujadas por la crisis económica– como empresas de asesoría para la escritura y acabado final de las obras; o el incremento de otros motivos y registros: la llamada «narrativa de la diáspora» (polémico estatuto), la ciencia ficción, la novela negra, la fantasía maravillosa. Pero no deseo cansarlos. En el estado actual de la investigación los asuntos expuestos pueden servir de abreboca para el intercambio crítico y para continuar reflexionando sobre el género y sus materializaciones en el país.