domingo, 26 de julio de 2020

Inventarios




Hace unos días, Rodrigo Blanco Calderón dio a conocer una lista de novelas venezolanas publicadas «desde enero de 2010 hasta julio de 2020». Es decir, precisa Blanco: «10 años y medio» de producción novelística. Se trata de una pesquisa acometida sin ánimos de exhaustividad –pero con mucho entusiasmo– que intenta dar a conocer parte del comportamiento editor relacionado con ese género literario en el país y con las apuestas que ciertas empresas internacionales han hecho por unas cuantas obras de nuestros narradores en el lapso (https://elatajomaslargo.wordpress.com/2020/07/20/novelas-venezolanas-publicadas-en-el-periodo-2010-2020/).

Aun cuando la intención de Rodrigo es clara: «necesidad de ponerme al día con las novelas venezolanas que se han publicado en los últimos años (…) al punto en que quise tener un mapa general de lo que me había perdido»; el parcial inventario sirve para señalar algunas cuestiones que desbordan la lista.

Hasta el 23 de julio de 2020 Blanco Calderón computa –el repertorio es perfectible– doscientos trece títulos (213); cifra impresionante si atendemos al hecho de que el mercado editorial en Venezuela no suele ser boyante con el género, menos aún en tiempos de estrechez económica y cavernaria cotidianidad. Si ese número pudiera sorprender a quienes revisen el catálogo, piénsese en las muchas entradas omitidas, en las reediciones, en las piezas que circulan solo en formato electrónico –cito tres tipos de casos– y se tendrá una sensación paradójica respecto de las maneras cómo los venezolanos (entre estos, ciertos escritores) hemos venido asumiendo años de pobreza política, de deterioro de la infraestructura, de rebajamiento de nuestra alma colectiva desde, al menos, hace dos décadas.

Me permitiré exponer varias consideraciones, con base en la lista de @atajoslargos, sobre aspectos de productividad estético-literarios en la novela venezolana actual. (Entiendo por productividad estético-literaria la relación entre el cristalizado de nociones relativas a lo que, de manera general, se considera una obra novelesca: un objeto de carácter artístico –lenguaje, estructura, personajes, historia– orientado por el máximo interés de conmover la sensibilidad del lector mediante el entretejido de un universo ficcional autónomo que, no obstante sus anclajes con el mundo real, active teclas de eso que, grosso modo, llamamos condición humana.) Mis pretensiones son simples, apenas sostenidas por la lectura que posibilita la lista: un examen rápido y un tanto acrítico, pero que tiene –eso espero– el valor del tráfago que vengo haciendo con la materia.

1. Dinámicas del territorio

Comenzaré con una obviedad: lo primero que salta a la vista es la persistencia de autores –surgidos a la vida pública de nuestras letras en diversos momentos de la reciente historia cultural del país– que a estas alturas forman parte, por legítimo derecho, del canon de la narrativa venezolana. La noción de «canon», se sabe, se halla un tanto desprestigiada (como la de «literatura nacional») en ciertos círculos crítico-académicos. Sin embargo, es la que mejor se adapta para comprender los valores estéticos que posibilitan la entrada de las obras en ese empíreo de las repúblicas literarias nacionales: la tradición. Por supuesto, construir el canon comporta en ocasiones hacer uso de realidades extraliterarias, como pasa con la archiconocida Peonía (1890), la novela de Manuel Vicente Romero García que metió a su escriba («semiletrado», lo llama Uslar Pietri) en la tradición solo porque fue el primero –creyeron muchos– en incorporar el paisaje venezolano en aquella defectuosa pieza. A estas alturas resulta una alcabala necesaria en todos los estudios que se ocupen de historiar el curso de la novela en Venezuela, aunque sea para refutarla. (Hay otras incorporaciones por ese estilo, pero este no es el espacio para detallarlas).

Así pues, acá se incluyen los títulos de autores representativos (una manera menos enfática de calificar a quienes ya se consideran nombres tradicionales –canónicos– y que no pueden obliterarse en ningún trabajo de conjunto sobre el género y su manifestación en el país en el período): Luis Barrera Linares, Alberto Barrera Tyszka, Israel Centeno, Juan Carlos Chirinos, Sonia Chocrón, Boris Izaguirre, Jacqueline Goldberg, Miguel Gomes, Elisa Lerner, Eduardo Liendo, Juan Carlos Méndez Guédez, Carlos Noguera, Ednodio Quintero, Victoria de Stefano, Ana Teresa Torres, Eloi Yagüe Jarque, Gustavo Valle, etcétera (no haré listas de la lista). Ahora bien, pese a que estos escritores insisto no pueden soslayarse en las panorámicas de nuestra novelística, ello no implica que, por lo que concierne al inventario de Blanco Calderón, los títulos transcritos sean sus libros mejor logrados o que cada uno de ellos supere, como en una carrera de obstáculos, dificultades técnicas o poéticas (digo una tontería, claro, pero es aconsejable recordarlo).

Al comparar, por ejemplo, Mujeres que matan (2019), de Barrera Tyszka, con La enfermedad (2006, sí, no se corresponde con el perímetro de la lista), es notable el cambio de registro estilístico y la más restringida proyección de la primera, castigada por la necesidad de mostrar el contexto venezolano del chavismo. Puede argüirse que cada una de esas historias requería una tesitura y un élan distintos; con todo, no deja de ser curioso que la segunda de las piezas revele un provechoso tratamiento plástico y denso –eficaz– del tema, en tanto Mujeres que matan resulta algo aluvional y de cierre abrupto.

Lo mismo ocurre con los títulos registrados de Centeno: Jinete a pie (2014) quiere ser una distopía sobre la Venezuela actual, pero falla en su propuesta: el lenguaje enrarece la anécdota al extremo de tornarse, a ratos, incomprensible; por el contrario, Bajo las hojas (2010) es una novela que evidencia un luminoso tramado y la digna resolución de una historia apasionada e interesante.

No abundaré en otras demostraciones.

Junto con los autores representativos la lista proporciona nombres emergentes, una suerte de nueva generación (término cuestionado, pero que en estos comentarios sirve para ilustrar esas irrupciones) que de forma agonística (en el sentido desarrollado por Harold Bloom) intenta hacerse sitio en el campo cultural (Bourdieu): los nacidos a partir de 1970. Estoy consciente de que el criterio crono-biológico de los narradores deviene basto y haragán. Lo uso aquí de forma temporaria hasta que alguien realice la debida evaluación de grupo.

Como en el caso de los que denomino canónicos o representativos, hay altibajos en los títulos enlistados adscritos a los emergentes. Me limito a apuntar las novelas que considero más sólidas del conjunto (ya habrá tiempo de precisar las debidas nomenclaturas teórico-críticas): Percusión y tomate (2010), de Sol Linares; La ciudad vencida (2014), de Yeniter Poleo; Blue Label/Etiqueta azul (2010), Transilvania Unplugged (2011) y Liubliana (2012), de Eduardo Sánchez Rugeles; Los escafandristas (2014), El dedo de David Lynch (2015), Los nombres (2016), de Fedosy Santaella; Santiago se va (2015), de José Urriola; y del propio Rodrigo Blanco Calderón, The Night (2016). Cada una de estas piezas contiene bondades que oscilan entre el nítido manejo de la arquitectura hasta el decantado de una tersa prosa, sin descuidar el sostenimiento de la tensión y el tempo narrativos, además de plasmar historias inolvidables que se van sedimentando en la memoria del lector como un bajo continuo.

Es seguro que, si continúan en el ruedo, estos autores quizá puedan ofrecer nuevos títulos que satisfagan las más rígidas expectativas críticas (aunque, por supuesto, nadie escribe para complacencia de los críticos).

[Para dejarlo claro, advierto que, de este grupo de los nacidos a partir de 1970, no he leído, por razones materiales o de tiempo: Cuarto azul (Raquel Abend van Dalen ―2017), Archeus (Luis Enrique Belmonte ―2019),  La isla de la fama efímera (Javier Ignacio Alarcón ―2017), Tiempo de encierro (Doménico Chiappe ―2013), Nubes negras sobre Bianchi (Yady Campo Ramírez ―2018), Balnearios de Etiopía (Javier Guerrero ―2010), La música de los barcos (Liliana Lara ―2018), Mandrágora (Camilo Pino, ―2016), Las costureras invisibles (Yeniter Poleo ―2019), Malasangre (Michelle Roche ―2020), El revuelo de los insectos (Manuel Gerardo Sánchez ―2020), El síndrome de Lisboa (Eduardo Sánchez Rugeles ―2020), Boeuf: relato a la manera de Cambridge (Jesús Miguel Soto ―2018), Fisuras (José Urriola ―2020).]

2. Repentismos

La lista de Rodrigo permite, asimismo, volver sobre un asunto que he tratado en intervenciones públicas (charlas, foros, clases) y que ahora es oportuno dejar sentado: eso que, impelido por las circunstancias para explicar el fenómeno de manera clara y rápida, llamo repentismo.

No sé si esto ocurre en otros contextos literarios nacionales, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, en Venezuela cunde el vicio (¿el virus?) de escribir novelas (y cuentos, memorias, poemas y diarios). Las razones de esta enfermedad se relacionan –es una hipótesis– con la ruptura que significó el arribo de Hugo Chávez (y su deriva) al poder, lo cual produjo no solo cambios en las formas de entender el manejo de la cosa pública y las relaciones civiles, sino que auspició el trizado del imaginario simbólico respecto de los usos y la funcionalidad del arte escrito en el diletante, en el lector ocasional y en decenas de profesionales de varias ramas del saber que de pronto sintieron el despertar, el llamado de una aparente y dormida vocación por la escritura.

Sin duda, la «revolución bolivariana» afectó la sensibilidad, la economía, los parámetros de vida cotidianos de inmensos sectores y estratos del país. El espectro de afectación polarizó a los venezolanos: unos se convirtieron en paladines de la maquinaria chavista; otros, en firmes adversarios. La narrativa, en tanto producto social, recogerá estos avatares (como en el pasado, en los años de la dictadura de Juan Vicente Gómez, en la época de la insurgencia guerrillera de los sesenta, y así), los cuales se irían materializando en una que otra pieza de narradores representativos o emergentes (Juan Carlos Méndez Guédez ―Retrato de Abel con isla volcánica al fondo, 1997; Eduardo Sánchez Rugeles Blue Label/Etiqueta azul, 2010; José Roberto Duque ―Tiempos del incendio, 2014)  en el transcurso de la era de Chávez (1992-?), como llamo al período aún en marcha.

Enfatizo narradores con bastardillas porque el repentismo no afecta directamente a quienes han hecho de la confección de obras creativas en prosa (representativos y/o emergentes) su cifra de vida. (No obstante, hay casos en los que algunos oficiantes han sucumbido a una segunda forma de repentismo. Ya me referiré a ella.) Para decirlo de una vez: en el campo de la narrativa venezolana actual hormiguean sujetos con muy buenas intenciones –quién puede negarlo– que han visto en la novela el género por antonomasia para exponer cómo el paraíso chavista ha beneficiado sus existencias o, terreno más prolijo, cómo los ha vapuleado hasta convertirlos en unos meros denunciantes de las perversiones revolucionarias. En fin: utilizan un formato de expresión artística sin conocer el espíritu que alienta esa modalidad literaria y, peor aún, desconociendo las más de las veces los rudimentos de composición que deben dominarse para su correcto ejercicio o, caso extremo, el simple fraseo de la sintaxis. Escritores repentistas, pues; improvisadores que desean manifestar sus quejas políticas o, cuando sacian sus ímpetus acusadores, el lábil fondo de unas historias superficiales, baladíes, insulsas. A veces, todo hay que decirlo, malogran una potente anécdota porque no saben cómo galvanizarla.

Debo señalar, noblesse oblige, que esta anomalía ha sido también fomentada de manera indirecta por algunos de nosotros: docentes de literatura, escritores sin cargos burocráticos, que obligados por las circunstancias para complementar el salario nos desdoblamos en guías de talleres literarios y en multiplicadores de una falsa creencia: escribir –se dice– solo requiere oficio diario con la redacción y el manejo de una caja de herramientas mínimas (historia, puntos de vistas, personajes); nada se comenta (son cursos relámpagos) de la práctica concienzuda, reflexiva, constante, del acto de leer; menos aún, de la esencia y necesidad de una poética.

En la lista de Rodrigo sobresalen varios repentistas. No cuestiono las motivaciones de su escritura ni el hecho de que, para ver sus aparentes ideas novelescas convertidas en libro, algunos tuvieron que soflamar su propio peculio. A fin de cuentas, la buena y la mala narrativa existen gracias a la amplitud democrática del arte: todo cabe, pero no todo funciona. Mi intención es crítica, no moral. Sé, sin embargo, que las siguientes menciones no gustarán a muchos, tal vez escudados en ese otro gran equívoco: aquello de que bien vale el esfuerzo de redactar cientos de páginas, aunque los resultados sean efímeros. Problema: hasta donde conozco, el esfuerzo se premia en el parvulario, no en el abierto y pugnaz terreno de la vida consciente.

Cito, para ilustrar, tres repentistas conspicuos: Manuel Acedo Sucre, Gonzalo Himiob Santomé, Moisés Naím. Las piezas de estos autores adolecen de fallas en el lenguaje, en la estructura y en el manejo de situaciones y personajes. Sus historias se empantanan debido a la evidente poca práctica en el manejo de materiales narrativos y en la ausencia de una clara direccionalidad de las propuestas. Lo más grave es la falta de gusto por la lengua literaria: las construcciones sintácticas recaen en el lugar común, en la confusión expresiva y en el escaso brillo fraseológico.

Estas carencias se iteran en los otros repentistas de la lista. El lector sabrá identificarlos (a autores y textos) apenas inicie la lectura de los libros ordenados por Rodrigo. Me excuso por no agregar más ejemplos y paso al último asunto: las composiciones repentistas cuyas historias se construyen en torno del contexto chavista.

En este renglón es más ostensible el abuso de la novela como válvula de escape de malestares sociales en detrimento de sus valores o condiciones artísticas. Lo llamo repentismo temático. En él incurren representativos y emergentes, y los repentistas propiamente tales. Los temas resultan disímiles (corrupción política, debacle económica, exilio o encarcelamientos forzosos, pérdida del sentido de la vida civil, golpes de Estado), pero todos giran en torno de las consecuencias derivadas de la «revolución bolivariana». Hago un rápido y nada minucioso paneo: Mario Acuña Santaniello: El apetito de Pulgasari (2018), Heberto José Borjas: Las verdades cuadradas (2020), Mirco Ferri: Vida de perros (2015), Jonathan Jakubowicz: Las aventuras de Juan Planchard (2016), Rodrigo Lares Bassa: Hombres de café (2013), Inés Muñoz Aguirre: Anclados (2018), José Negrón Valera: Un loft para Cleopatra (2017), Carlos Noguera: Crónica de los fuegos celestes (2010), César  Oropeza: Sueño con Chávez (2015), Emmanuel Rincón: La trivialidad del mal (2016), Golcar Rojas: Te voy a llevar al cielo (2015), Raúl Sojo Montes: Seguros de justicia, C.A. (2017), Gusmar Sosa Crespo: Las caricias del tiempo (2015), Carl Zitelmann: Choro 2021 (2019), entre otros títulos.

De modo pues que los tumultuosos acontecimientos socioculturales padecidos en Venezuela en el lapso que recoge la lista de Rodrigo Blanco, tienen en la muestra de narraciones del párrafo anterior prueba irrefutable de esos sucesos. Lo que no queda claro es si el formato creativo escogido por los autores de esos libros era el más idóneo para hacer sus legítimas denuncias.

3. Cierre provisorio

Habría otros aspectos que señalar: por ejemplo, el impacto de las ediciones de autor y el de ciertas casas editoriales que ahora funcionan –empujadas por la crisis económica– como empresas de asesoría para la escritura y acabado final de las obras; o el incremento de otros motivos y registros: la llamada «narrativa de la diáspora» (polémico estatuto), la ciencia ficción, la novela negra, la fantasía maravillosa. Pero no deseo cansarlos. En el estado actual de la investigación los asuntos expuestos pueden servir de abreboca para el intercambio crítico y para continuar reflexionando sobre el género y sus materializaciones en el país.

miércoles, 2 de enero de 2019

Conversiones


Esta es, en apariencia, la historia de un joven caraqueño que decide indagar en las fuentes religiosas de sus ascendientes, sobre todo las vinculadas con el padre, un judío no ortodoxo de clase media quien ya le ha facilitado una sólida educación en los Estados Unidos. Para cumplir sus deseos el chico –obseso lector y espía de sí mismo– se establece en un Kibutz y accede a la universidad en Tel Aviv, pero mientras desarrolla sus tareas académicas se produce el ataque a Israel por una coalición militar sirio-egipcia que desencadena la guerra del Yom Kipur (octubre de 1973). Impelido por las circunstancias, además de reconocer su necesidad de integrarse a su nuevo país huyendo de la mediocridad venezolana de aquellos tiempos, el protagonista se hace miembro del ejército hebreo que sube a los Altos del Golán –una de las zonas en disputa– a enfrentar a los invasores. Justo en aquel sitio, en una trinchera bajo fuego, se inician las acciones de esta curiosa novela de Ricardo Bello.

En el panorama de nuestra narrativa no es extraño toparse con argumentos relacionados con aspectos de la cultura judía, bien porque a algunos autores les interesa mostrar sus ligaduras con aquella fe o porque requieren hacer énfasis en valores idiosincrásicos de esa tradición. Son los casos de Alicia Freilich (Cláper el marchante —1987), Isaac Chocrón (El vergel —2005) y Atanasio Alegre (El crepúsculo del hebraísta —2008), para citar tres títulos. Menos común es la exploración de asuntos relativos al mundo árabe, pues hasta donde sé sólo Ana Teresa Torres, La favorita del señor (2001), ha incursionado con soltura en ese terreno. Ahora debemos sumar Sacramento de la guerra (Caracas, Editorial Dahbar, 2018), del mencionado Bello, en donde Oriente, en su condición islámica, ocupa el núcleo de los tenues acontecimientos.

De modo que, mientras esquiva balas, el personaje va explicando a su compañero de trinchera (Natán) las motivaciones que lo llevaron a abandonar la seguridad de Caracas a principios de los setenta para embarcarse en un destino incierto y hasta peligroso. No obstante, sus convicciones lucen sólidas pese a los cuestionamientos políticos que el otro va dejando caer también como plomo de la contienda. Así nos enteramos del bachillerato norteamericano de Daniel, de las bondades económicas de las que ha sido beneficiario y de su descubrimiento del universo judaico con el cual tiene legítimas ataduras intelectuales. Asimismo, nos ponemos al tanto de las circunstancias que precipitaron el alejamiento familiar del muchacho y su rechazo a la muelle y vacía esperanza de vida ofrecida por las facilidades de su estrato social en Venezuela. Estos pasajes introductorios sirven, igualmente, para ilustrarnos sobre las causas que llevaron a la Guerra del Yom Kipur como una secuela de la Guerra de los Seis Días de 1967.

Daniel y Natán discuten y reflexionan sin desatender las faenas militares. Hay tráfago de equipos y órdenes. De pronto, aparecen varios soldados con distintivos de su propio ejército, pero en realidad se trata de un comando sirio que los toma prisioneros de manera fácil y sin violencia. En este punto la novela da un giro: hasta el momento cuando a la figura principal se la reduce a una celda veníamos leyendo la historia de un sujeto que busca el sentido de su paso por la tierra en el seno de una comunidad nacional-religiosa, una pieza con visos de aventura por cuanto el héroe de la obra, digamos, es capaz de ponerse en riesgo de muerte si con ello alcanza sus objetivos: conocimiento, patria, sabiduría. Sin embargo, una vez en manos de los sirios (a Daniel lo aherrojan en solitario; Natán es un topo de los árabes), el joven entra en un proceso de transformación de sus creencias espirituales tan drástico y profundo que lo cambia por completo.

La razón de esta aparente modificación argumental tiene que ver con el verdadero tema de la novela: ascender al discernimiento de las enseñanzas del islam como fórmula de comportamiento humano. Al principio, como suele ocurrir en estas situaciones, Daniel es torturado; se le niegan los más mínimos derechos de alimento y salubridad, se le humilla con método. A las semanas, su verdugo (otro caraqueño, marxista convencido e instrumento guerrero a favor de la causa árabe) va cediendo: distiende las charlas, polemiza respecto de las concepciones “pequeño-burguesas” del reo, le permite –gracia importante– tener un libro. El volumen, encuadernado con lujo, aparece una tarde en el duro catre de la celda: El Corán. A partir de la lectura de las revelaciones hechas por Alá a Mahoma, el mundo interior de Daniel Toledo entra en una nueva y definitiva etapa: la de su conversión en musulmán practicante. Sale de la cárcel y se instala en casa de su guía, un destacado Sheik de Damasco. A estas alturas, la novela ya es otra cosa.

Quiere decir, lo que pensábamos era una historia construida para celebrar las beneficiosas particularidades del judaísmo deriva, sin solución de continuidad, hacia el reconocimiento de que los preceptos coránicos resultan más significativos para Daniel que los textos de La Torá y El Talmud. El protagonista accede, en fin, a la verdadera integración con una feligresía a la que se siente llamado desde las páginas, ahora sí, sagradas y dignas de todo crédito: las líneas maestras de una escritura divina.

Este cambio de perspectiva modifica la estructura de la novela trizando las expectativas del lector: en adelante, nos sumergimos en un pesado discurso ensayístico –apologético– donde se nos detallan las supuestas bendiciones de la religión musulmana, con base en el punto de vista de Daniel y de las lecciones del Sheik; uso que ralentiza las acciones (disminuidas desde los capítulos concernientes a la prisión) y precipita el trabajo hacia regiones conceptuales opuestas a lo que hasta las más laxas poéticas exigen en un ejemplar del género: narrar. Con todo, es cierto que estos pasajes incorporan saltos temporales (las conocidas analepsis de la retórica) para ofrecernos vívidas rememoraciones de la juventud caraqueña de Toledo, de sus peripecias universitarias, de sus frustrantes escarceos sexuales, pero ello no atenúa el ostensible talante divulgativo de esos largos excursos.

Tal es el interés de Ricardo Bello por dejar clara su apreciación del islam a través de su personaje protagónico que olvida tres cuestiones que malogran la verosimilitud: 1) ¿por qué los sirios secuestran a Daniel si no parece que tenga valor como sujeto de posible cambio para los israelíes?; 2) ¿dónde fue a parar Ismael, el recalcitrante carcelero marxista? (sale de escena de la misma manera como entró: sin etiología); 3) ¿cómo es que liberan al caraqueño sin trámites de juicio?

Ya se ve, Sacramento de la guerra sólo ofrece, no cumple: comienza como aventura bélica, deviene alegato religioso y termina anunciando una posible trama de espías (intuida en las escenas finales cuando el ejército hebreo le propone a Daniel, aceptando incluso su nueva condición musulmana, que haga labores de inteligencia. Nunca lo sabremos). Entremedio, hay intentos por cristalizar una estrategia policíaca (los individuos que siguen al protagonista y al Sheik por las calles de Alepo: ¿fuerzas especiales israelitas?, ¿agentes sirios?, ¿funcionarios de la CIA o del MI6?), los cuales se diluyen abruptamente a partir del capítulo 56 (la novela tiene 62, todos de breve o mediana extensión) y, sin duda, la materialidad amorosa entre Daniel y Azima (la menor de las hijas del preceptor) según el rito islámico.

Por otro lado, debe reconocerse la copiosa pesquisa que sobre los engranajes de El Corán realiza el autor, en ocasiones con extremoso puntillismo, como en algunas notas que terminan siendo superfluas: “De ahí la necesidad del Yihad o la Guerra Santa, o al menos una interpretación del concepto.” En la palabra “Yihad” hay una llamada que explica a pie de página: “32 Yihad: Guerra Santa, tanto en el sentido militar como espiritual” (p. 78). Lo mismo pasa en: “El primer atributo a considerar es la unidad de Dios, que nos lleva a la exclusión de todos los demás dioses adorados en la Arabia preislámica o la Jahiliyyah, [acá la indicación para leer abajo] la edad de la ignorancia, la sociedad antes del Profeta, la paz sea con él”. La nota 40 redunda: “En el Islam se denomina Jahiliyyah el período anterior a la aparición del Profeta” (p. 101). Pero no abundemos.

La pasión de Ricardo Bello por la cultura islámica (también por la judía) lo llevó a escribir este libro que quizá convendría haber armado en otro registro o acaso en un género literario distinto; una mala calibración de enfoque que rebaja su funcionalidad novelesca y disminuye, lamentablemente, sus proyecciones estéticas.

[BELLO, Ricardo. Sacramento de la guerra. Caracas, Editorial Dahbar, 2018. 210 p.]

jueves, 30 de agosto de 2018

Richie & Bobby





En realidad era tía política de mi padre, no de nosotros, los hijos de Luis Manuel Sandoval. Pero, igual, la llamábamos Tía Ana. Era viuda de Tomás Silva, el hermano de mi abuelo (a quien nunca conocimos: el maestro Silva –Juan Manuel Silva–, célebre ebanista de Barinas). La Tía vivía en San Felipe: una casa larga y angosta por los lados de Independencia, cerca de un campo de beisbol.

Una o dos veces por año llegaba a nuestro pequeñísimo apartamento de la Prolongación Razetti en Los Rosales. Lenta y amable, repartía presentes y relatos de los tiempos cuando el maestro Silva era requerido por los holgados apellidos de la capital yaracuyana, rendidos ante las destrezas del carpintero.

Más que la familia, lo que traía a Caracas a la Tía Ana eran unas misteriosas reuniones de la Escuela Magnético-Espiritual de la Comuna Universal, un culto de moda en los setenta fundado en Buenos Aires, hacia 1911, por el electricista español Joaquín Trincado, el cual llegó a tener una importante grey en Venezuela. La Tía era ferviente devota del libro Conócete a ti mismo, texto programático de la doctrina espiritista de Trincado.

Un sábado la Tía me llevó a uno de sus encuentros religiosos. En la entrada de la quinta blanca con puertas y ventanas de caoba (¿avenida El Cortijo, El Paseo? —sin duda, Los Rosales) veo dos hombres de traje. Ana los presenta a otros feligreses que llegan y entonces oigo sus nombres: Ricardo Rey y Bobby Cruz; “los músicos”, acota alguien.

No recuerdo de qué iba la reunión.

lunes, 7 de mayo de 2018

Escribir


Dicen que la crítica es el más infame de los oficios. Sobre todo porque siempre tiene algo que contrariar a quienes se ocupan del trabajo duro: los verdaderos artistas, esos que invierten años en un argumento o en la perfecta calibración de una estrofa.

Dicen que los críticos no suelen apreciar el talento allí donde éste se manifiesta pues, al no tenerlo, no saben distinguirlo. Ciegos ante la evidencia se dedican, entonces, a tareas menores: anotar deficiencias, corregir un pormenor, sugerir mejoras, exponer la llaga de su falta de imaginación creativa.

Dicen que la crítica es una actividad escolar sólo interesante para quienes se dedican a ella, una jauría de amargados que no vive la literatura. Con todo, muy pocos se preguntan cuál puede ser el sentido de una existencia tan vicaria, no obstante saber que el mundo se distingue también por sus rarezas.

La crítica se me impuso como labor la tarde cuando descubrí que para todo hay una bibliografía. Nada surge de la nada, ni la nada misma; ninguno sabe qué cosa extraña es esto que padecemos y llamamos vida y por eso escribe: para demorar el paso de las horas y así, en la cifra de la letra, tratar de entenderla. Dije tratar; tratar basta.

Escribir sobre literatura no ha sido una escogencia profesional de resultas de haber estudiado letras (muchos lo hacen y luego se dedican al tarot, a vender gafas, a administrar una cafetería) o por haber sido la única plaza disponible en un concurso universitario.

Escribo crítica porque es la manera como he aprendido a relacionarme mejor con los otros, con aquellos que escriben novelas, poemas, cuentos o crónicas (los campos literarios para mí más fascinantes), pues en sus libros me intuyo y me comprendo.

Escribo crítica para engañar al tiempo agotado en la lectura, para armar mi perfil autobiográfico con base en los títulos que leo y para aceptar, en fin, que sólo de esa manera puedo dejar sentado el definitivo contacto que se establece entre dos almas que se tocan por encima de toda distancia a través de las palabras.

Oficio infame, sin duda. Poco talentoso, mecánico e invidente. Qué le vamos a hacer.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Andy Montañez



Una tarde de 1973, en la calle de Los Rosales donde comencé a saberme parte del mundo, se armó un revolú más arriba de la alcantarilla (límite entre la zona plana y el inicio del cerro) porque alguien visitaba a Carlos Piñero, el cantante de nuestra cuadra. Debió ser un sábado antes de la hora del almuerzo porque todos los chicos en edad escolar correteábamos por las aceras.

En casa de los Piñero vivía mucha gente. A la oscuridad de la sala que te cegaba apenas entrar le seguía un incandescente patio cruzado de alambres con ropa húmeda y luego un pasillo descubierto con habitaciones a cada lado. La cocina, al final, era el centro de reuniones. Ya no recuerdo el nombre de la madre de las decenas de hermanos Piñeros, una señora obesa sentada en una silla a punto de reventarse que no perdía el ritmo al cortar las verduras mientras te iba contando algún pasaje de su infancia andina en tiempos de Gómez.
               
Carlos sabía modular la voz en clave cubana; hacía coros y uno que otro numerito con un conjunto del Cementerio que los fines de semana amenizaba un bar de la avenida Nueva Granada. Su sombrero blanco, la guayabera manga larga, las eternas maracas listas para acompañar la improvisación en cualquier recodo del barrio lo convirtieron en símbolo de la Razetti, como a El Loco Víctor (versificador enjundioso) o al viejo Santana Morillo (licorero y prestamista).

Aquella mañana cruzamos la puerta franca en casa de los Piñeros y corrimos hasta el fondo, donde la mamá del cantante –sin detener su remota labor de corte– conversaba con un hombre alto en traje amarillo que nos daba la espalda. El tropel hizo girar al sujeto y entonces vimos una sonrisa espléndida. “Saluden a Andy Montañez, carajitos, el eliminador de los feos”, gritó Carlos. El hombre dijo: “Ajá” y de inmediato soltó una carcajada.

domingo, 27 de agosto de 2017

Sobre el género que se funda a sí mismo


1. Algunas semanas después de la aparición de La muerte de Virgilio (1945), Hermann Broch recibe una carta de Albert Einstein: “Estoy fascinado por su novela y me protejo de ella sin cesar. Este libro me muestra claramente el peligro del que huí cuando me dediqué en cuerpo y alma a la ciencia.” Christian Salmon, quien reproduce las palabras que el físico dirige al novelista, se pregunta:

¡Qué insólita confesión la de Albert Einstein a Hermann Broch! ¿Cuál es ese peligro representado por la novela del que un hombre como Einstein tenía que protegerse sin cesar? ¿Qué significado dar a esa huida hacia la ciencia a la que alude Einstein?

Continúa Salmon:

Pero la carta de Einstein no se queda ahí: “Lo que dice usted en su libro sobre lo Intuitivo va en el mismo sentido que mi propio pensamiento. En efecto, la forma lógica ahonda tan poco en la esencia del acto de conocer como el metro en la esencia de la poesía o la ciencia del ritmo y de la sucesión de los acordes en la de la música. Lo esencial sigue siendo misterioso y lo será siempre, sólo puede sentirse, no comprenderse.”

¡Fantástico descubrimiento de Einstein que pasó inadvertido! La novela engloba el misterio del conocimiento, y es el terror que inspira este misterio lo que hace huir hacia la ciencia. ¿No contendrá esta huida hacia la ciencia una respuesta al enigma de la renuncia? ¿No habría que desarrollar esta imagen tratando también de la huida hacia la política y la de la huida hacia la ética?

Este diálogo entre Broch y Einstein nos permite centrar mejor las tres tentaciones del novelista (científica, ética, política): tentación de huida hacia la ciencia ante el misterio del conocimiento, tentación de huida hacia la política y hacia la ética ante el misterio de la experiencia...” (Christian Salmon. Tumba de la ficción, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 87)

La extensa cita trata de indagar las causas por las cuales un talentoso escritor como Broch abandona la hechura de ficciones (aun cuando luego de La muerte de Virgilio publica otras dos obras, una de ellas incompleta) para refugiarse en un aséptico estudio sobre psicología de las masas; de igual manera, clarifica el tipo de pulsión que impele a ciertos individuos a dedicarse al frío trabajo científico, menos peligroso, en apariencia, que el movedizo terreno del arte. Sin más, la “huida hacia la ciencia, la ética o la política” es la respuesta ante el miedo por escudriñar el conocimiento objetivo de los sentimientos humanos manifestados en la experiencia cotidiana del mundo.

De acuerdo: la ciencia aleja toda inseguridad por cuanto sólo atiende datos constatables: medidas, leyes, pruebas experimentales. Pero ¿quiénes realizan las verificaciones? Se cuenta que Augusto Comte reformula su primera conclusión científica cuando se descubre a sí mismo perdidamente enamorado. Freud detalla el mecanismo de los vicios y sin embargo muere de cáncer al no poder abandonar su dependencia del tabaco. ¿Se escudaba sólo tras lo objetivo Enrico Fermi al acuñar la frase: “Después de todo, es física superior” para referirse a la bomba atómica que él ayudó construir? También aquí el peligro acecha, quizá con mayor riesgo –Einstein dixit– que en el género novelesco.

De otra parte, si la novela es por definición el territorio de la incertidumbre probablemente sirva para exponer las tribulaciones de los hombres de ciencia, evadidos de la responsabilidad del vivir aleatorio por estar siempre concentrados en gravísimas tareas. Un poco al contrario de esas imágenes de blancos y silenciosos laboratorios en los cuales no se diferencian los días.

Empresa temeraria: relatar en el espacio de lo incierto (la ficción) aquello que obliga a quienes no desean encararse (lo desconocido) hacer el camino de las certezas (la ciencia). Esto es: sumirse en lo humano de la pretensión científica; escribir la fábula de un equívoco: aquella sobre la divinidad de los axiomas ejecutados por una diestra invisible cuyos dedos atizan fórmulas matemáticas y recurrentes experimentos.

He aquí, entonces, el logro de Volpi: componer una novela en la cual el papel protagónico lo ocupa la ciencia, en tanto que el contrapeso de esa figuración dramática es asumido, paradojalmente, por el mismo personaje: la ciencia. Héroe y villano resultan un estado circunstancial del ser movido por el tiempo, arrebatado por las pasiones de siempre. Los nombres cambian, los gestos son los mismos.

2. La historia política acaso nos convenza de que las mayores perversiones del siglo XX, aquellas que condujeron a las guerras mundiales de 1914 y 1939, fueron el nacionalismo y la expansión territorial (producto del viejo esquema colonialista o del incremento de las especulaciones mercantiles). Sin duda, una y otra causa devienen irrefutables. No obstante, bajo las tramas generales de estos motivos aparecen otros relatos que por igual contribuyeron –soliviantando o haciendo la denuncia de las consecuencias que acarrearía la defensa de esas ideas– a que los hechos se verificasen. Una de esos relatos concierne al avance de la ciencia. Anota José Manuel Sánchez Ron: “la historia del siglo XX habría sido muy diferente si no hubiesen tenido lugar los desarrollos científicos.” Más aún: “no podemos entender el siglo sin prestar a esa ciencia una atención preferente” (José Manuel Sánchez Ron. El siglo de la ciencia, Madrid, Taurus, 2000, p. 18). Es lo que ha hecho Volpi (En busca de Klingsor, Barcelona, Seix Barral, 1999): atender, desde lo ficticio, un tramo de la historiografía científica alemana correspondiente al período de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo al lapso inmediato de la capitulación germana y el control de parte de Alemania por los aliados, en especial, por los Estados Unidos.

No se crea, sin embargo, que leemos una historia edificante. La novela propone que el logro más ostensible de los últimos cien años ha sido un tajante ejemplo de irracionalidad: la búsqueda de la fisión del átomo se convirtió, para quienes participaron en el proyecto, una oscura tragedia de la cual nunca pudieron recuperarse. Y ello pese al éxito de las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki, pues el equipo norteamericano (compuesto en su mayoría por refugiados judíos que se formaron académicamente en el ámbito de la cultura de Weimar) cuestionaría luego el uso de esta energía con fines militares.

Pero En busca de klingsor no recrea −insisto− la trayectoria nuclear de los aliados. Por el contrario, cuenta la frustrada construcción de la bomba atómica por el Tercer Reich mediante el recurso de una pesquisa policíaca sobre el avance de los nazis en este campo. Investigación que tiene como fin atrapar al hombre clave Klingsor, asesor directo de Hitler en todo lo relativo a las actividades científicas emprendidas por Alemania durante la guerra.

3. Así pues, al teniente Francis Bacon (¿puede haber un nombre más exacto?) se le encarga averiguar quién fue Klingsor. Bacon es un físico teórico estadounidense caído en desgracia al serle descubierto un romance con una  mujer negra. El hecho, burdo y rocambolesco, lo convierte en obligado aprendiz de detective justo cuando duda sobre sus capacidades como científico. El joven Francis asume una tarea de la cual desconoce el método, pero que le brinda la posibilidad, también desconocida y por ello fascinante, de hallar un sentido a su desmantelada situación amorosa. Interroga a variadas personalidades de la ciencia: Max Planck, Erwin Schrödinger, Niels Bohr, careos donde pugna la admiración con el deber de llevar a buen término el trabajo encomendado.

Gracias a sus conocimientos Bacon y otros hilvanan para nosotros, indoctos lectores, algunos pasajes relativos a la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad, las partículas subatómicas y el desarrollo de la ciencia, en general, hasta mediados del siglo XX. Con todo, no es Bacon la voz principal de la obra. Este rol le corresponde a Gustav Links, personaje en quien recae el montaje arquitectónico.

Links, matemático cercano al grupo de asesores del Führer, suministra a Bacon valiosos informes sobre la escurridiza identidad de Klingsor, aunque éstos terminen siendo inútiles para la pesquisa, pero miliares para el funcionamiento del mecanismo narrativo. Porque al ser un profesional de las matemáticas quien establece el modo como se nos hará conocer la historia, Volpi hace verosímil la disposición de los elementos que materializan su novela: las dudas en torno del significado del narrador, las especulaciones sobre categorías relativas al comportamiento humano en un tono científico, la adecuada mezcla de discursos sin menoscabar las acciones.

Otro crédito: el estilo tendenciosamente directo de la prosa, así como la titulación de los capítulos y de los diversos apartados de cada uno de los libros en los cuales se divide la obra, crea la sensación de que leemos un documento verídico: esto ocurrió −insinúa la novela− así como lo cuenta Links o Bacon o Gödel o Stark o von Neumann. Sobre todo por el también tendencioso uso de pasajes tomados de la historiografía oficial.

De este modo los límites entre ficción escrita y realidad extraliteraria se difuminan, emancipando al texto más allá de sus funciones artísticas en favor de una metáfora que dibuja un bochornoso tramo de la historia del mundo.

4. Tributaria de un subgénero escaso o nada visitado por escritores de Latinoamérica, la novela de espionaje, En busca de Klingsor recurre por igual al uso de varios esquemas literarios: el tópico del amor imposible, la atmósfera y el ritmo del policial, el tono de la narración histórica, los más obvios. Asimismo, hace parte de una serie de piezas que se apoya en el cuestionamiento lúdico de su esencia novelesca; quiero decir: en el juego de equivocaciones producto de la escasa veracidad de los narradores: ¿a quién creer: al personaje que justifica su derrota mediante el concurso de una requisitoria de su propia vida (Links)?, ¿o al omnipotente dispensador de las variadas anécdotas? La única certidumbre en torno de la cual gira el argumento de la novela es que el fracaso resume el destino de todos sus participantes, así como el de algunas ideas tendientes a establecer quién o qué era Klingsor —y de aquellas que intentan explicar ciertos aspectos oscuros de la guerra (científica, personal, entre países).

Por añadidura, el fracaso como apología nos permite asistir, literalmente, a la cueva donde Werner Heinsenberg intenta hacer funcionar el prototipo de su bomba atómica, un gesto desesperado y por completo anacrónico en los estertores de la contienda.

La derrota también se inflige a la amistad: Bacon traiciona a su informante y más cercano colaborador en la creencia de que el sentimiento amoroso, ahora sí, le es favorable.

Curioso: la pintura de actos fallidos cristaliza una regia obra.

5. Entre las diversas lecturas de En busca de Klingsor la de ser un cuestionamiento moral resulta, a qué negarlo, el más evidente. Sin retacear su índole de obra ficticia, la novela despliega un discurso que ataca las supuestas bondades de la actividad científica –y su correlato: la tecnología– en favor del mejoramiento de la vida en el planeta. Nada tan lejano al altruismo como el interés de los físicos y matemáticos alemanes de adelantarse a los ingleses y norteamericanos en la creación de armamento nuclear, sobre la base de un primitivo entusiasmo por convertirse en los pioneros del ramo, al contrario del matiz nacionalista que todos creíamos –suscribo la artística interpretación de Volpi­– llevó al Tercer Reich hasta donde sabemos.

Se cuestiona la ciencia no como abstracción que subsiste, creen muchos, al margen del hombre, sino en su natural parasitismo: la practican, en fin, seres atenazados por los defectos del amor, la bilis de la fama, el egoísmo. También, por la simpleza de un rostro casi invisible en el ocaso.

Si la centuria número veinte es, con mucho, “el siglo de la ciencia” (como señala Sánchez Ron), no es poca la significancia del diagnóstico, en clave narrativa, emprendido por Volpi: en realidad aquellos fueron los años del mal puesto que los desarrollos científicos más trascendentales del lapso siempre apoyaron causas nefandas, o fueron resultado de turbias investigaciones militaristas. Como quiera que sea, se trató de condicionantes auspiciados por hombres que creían en ellos; más aún, que cifraron sus vidas en tales pruebas de fe.

Después de todo, el refugio de Einstein (quien figura, sobra decirlo, en la obra) no parece tan seguro.


Novela que retrata el lado oscuro de la ciencia cuando explora las posibilidades del mal, En busca de Klingsor advierte el peligro que se esconde en ese mundo que imaginamos libre de escollos sentimentales (ciclotrones, pipetas, cálculos), en una dimensión que transforma el logrado universo narrativo en una rotunda metafísica, demostrando al paso la fundante capacidad del género cada vez que coinciden, como aquí, arte y sabiduría.

miércoles, 19 de julio de 2017

Lisboa




Para Adriana Manuitt

  
Estuvimos sólo dos días pero, créeme Prima, fueron horas inolvidables. Tal vez se debió al hecho de que andábamos en plan de pequeña luna de miel, aunque el recuerdo de ese mar de agua dulce abrazando la ciudad –el Tajo–, moroso y azul, es una de las imágenes asociadas a otro tipo de amor: el de las cosas que solemos nombrar con la palabra único.

Llegamos muy temprano. El tren entró al andén y de inmediato la luz de la mañana nos presentó una ancha avenida bordeaba de viejos edificios de roca amarilla. El pequeño hotel, la acogedora habitación desde cuyas ventanas veíamos techos de pizarra verde botella sobre casas antiguas, el cielo blando y aterido. Todo presagiaba tranquilidad y mansedumbre.

En un ensayo de Eugenio Montejo habíamos leído que las aceras de Lisboa tienen una disposición particular que las ha convertido en símbolo. Imantados por esos párrafos fuimos al centro, recorrimos calles, pasajes y escaleras y comprobamos con el poeta que, en efecto, las piedras de las calzadas lisboetas –blancas, afiligranadas– apenas verlas se fijan para siempre en la memoria. Tienes que caminarlas, Prima, y detenerte a comprar dulces o algún souvenir en los quioscos abrumados de palomas.

Subimos al Castillo de San Jorge; luego, al mirador de la Vía Augusta. Allí puedes tomarte un café observando el imponente río o los miles de tejados debajo de los cuales los portugueses aprendieron a detener el tiempo. Más tarde tomamos un remoto tranvía donde tu prima se quedó dormida al compás del traqueteo de la madera y el hierro de otros siglos. Ya no sé cuándo estuvimos en el Café A Brasileira, el lugar de tertulia de Fernando Pessoa con quien nos retratamos: él, en regia actitud de bronce; nosotros, emocionados por el encuentro.

Quizá estas líneas no sean muy turísticas, Prima. Lo definitivo es que en aquellos días me enamoré más de Rebeca y entendí por qué el azar la trajo a mi vida.