En Bolaño, el cuento se perfila como un laboratorio de anhelos: los
personajes se hallan siempre a la mitad de alguna empresa de dimensiones
ontológicas, aquella que esperan cambiará el rumbo de sus medianías; lugar
común para unos seres incompletos que cifran en el “ir tirando” lo que
verdaderamente es sobrevivencia. Por ello, estos relatos chapotean el fango,
aunque el lujo de la prosa parezca desmentirlo, se desplazan con soltura por el
bajo mundo, se regodean en la precariedad: escritores oscuros, cansinos
romances entre actores del cine porno, jovencitas malbaratadas en torpes
relaciones, gente dejándose vivir por el tiempo. Se trata de textos en los
cuales el triunfo sólo se ataja por instantes: por regla, los procedimientos
empleados en su búsqueda no se avienen con los deseos. La falta de tino,
entonces, la pérdida y el fracaso recorren como un malévolo espíritu las
catorce piezas de Llamadas telefónicas (Barcelona, Anagrama, 1997).
Gratifica que la pintura de esas iteradas anécdotas gestione aún una
literatura, sea la literatura, porque Bolaño relata sucesos exclusivamente
literarios pese a que las acciones se demoren en el edificio de una tenebrosa
gendarmería política, sin duda conocida (“Detectives”), o en la urdimbre de una
irrisoria pero trágica confusión de personalidades durante una época también
visible (“Otro cuento ruso”). Quiere decir, sus composiciones se construyen con
base en motivos nada trascendentes, antes bien, sobremanera comunes: amores e
insensatas rupturas, suicidios, confusos asesinatos, pasajes referidos por un
protagonista que necesita de un interlocutor ajeno –el narrador escamoteado
como narratario: personaje a quien se le cuentan los hechos– para exorcizar el
peso de una culpa o, en todo caso, para clarificarse un mínimo fragmento de
vida, ese que justifica su condición humana, su desvarío. El elemento que
desencadena las confesiones: la lectura de un libro, los llamados a concursos
literarios, los talleres, la reseña de un tomo: los problemas de la creación
escrita constriñendo, sin más, cada peripecia, la cual se transforma así en un
mero soporte para manifestar los efectos del uso de las herramientas
narrativas. Esto no significa que el empuje técnico rebaje el espacio de lo
anecdótico; por el contrario, los relatos de Llamadas telefónicas activan la curiosidad, exigen leerse apenas se
desgrana la primera escena, vale pues, con mucho, lo que se cuenta, aunque la
intención se escore –sin aspavientos, con elegancia– hacia el cómo.
Equilibrio, pulso, Bolaño sabe mantenerse en la zona intermedia donde
las costuras se ocultan mediante el recurso de ir captando el interés por
acumulación de escuetos informes, de modo que el desarrollo de las tramas se
mantiene a un ritmo constante gracias a una prosa de engañifas: la simpleza, la
proclive oralidad camuflan la minuciosa tarea arquitectónica. Hablamos, ya se
ve, de estructura, de las formas materiales de unos cuentos que explican
algunos contenidos del mundo como si se tratara de aventuras literarias.
Así pues, las fuentes
argumentales de estos trabajos giran en torno de las contingencias de literatos
pobrísimos (aquí el talento no cuenta) quienes, antes que la fama, persiguen
una precaria manutención sin abandonar sus creencias artísticas (“Sensini”) o
luchan inútilmente por alcanzar la nómina del breve reconocimiento: “Henry
Simon Leprince”. Siempre en la cola, estos desarraigados viven el hoy, aunque
maduren una obra de insospechadas resonancias futuras. El día a día: Sensini,
viejo, exiliado de la memoria editorial y de su patria, se aferra al recuerdo
de un hijo desaparecido por el mismo régimen que lo obligó a tornarse un
cazador de concursos de cuentos por toda España. Leprince: vuelto por las
circunstancias un anónimo héroe de la Segunda Guerra , salvador de numerosos escritores
antinazis, cuando lo que intentaba era convertirse en un escriba de prestigio.
El sino pesaroso no escatima el humor y la ironía, el juicio sesgado a ciertos
tramos de la historia política latinoamericana y, más directo, contra el
sistema social –las relaciones– de la literatura.
Pero lo literario no
sólo se despliega como temática recurrente (“Sensini”, “Henri Simon Leprince”,
“Enrique Martín”, “Una aventura literaria”, y, en otro rango de importancia, en
“El gusano” y “La nieve”), también es ostensible, como dijimos, en la
disposición estructural. En su conjunto, los tres apartados en los cuales se
divide el libro vienen marcados por la presencia de un personaje cuya voz
parece ser la misma en todas los casos: narrador protagonista, simple testigo o
parte de un recuento llevado por otro, los héroes de estas narraciones revelan
gustos, manías y prejuicios similares (en ocasiones calcan sus frases: ser tan
“pobre[s] como una rata”), lo cual señala sus orígenes y motivaciones: es un
aspirante o consumado escritor que se las ve con el tráfago diario, que anota
pormenores, escenas, gestos, requisitorias para luego urdir su literatura: es
el niño Arturo Belano en un banco de la Plaza Alameda , en
México, charlando de un lejano pueblo, Villaviciosa, con quien de seguro es un
uxoricida (“El gusano”); es el joven Arturo Belano, preso en Chile, sintiéndose
un extrañado, contaminando con este descubrimiento a uno de sus antiguos
condiscípulos (“Detectives”); es Arturo Belano comprendiendo la afición por un
novelista soviético de un emigrado ruso, chileno de origen, en España, al
escuchar su tremenda historia de amor.
Como se ve, la línea que
separa la biografía ficcional de Belano expuesta, para decirlo con Cortázar, a
manera de fotogramas narrativos se confunde a ratos con la vida literaria (o
que ha cifrado en la literatura el sentido de su estar entre nosotros) del
autor concreto Roberto Bolaño.
A la presencia del
narrador unívoco se añade el manejo de varias concreciones narratológicas.
Priman las atmósferas policiales, no el cumplimiento riguroso de ese esquema
clásico, además de algunos escarceos laterales por la ciencia-ficción (los
congresos a los cuales asiste Enrique Martín, en el cuento titulado con su
nombre) y lo fantástico (Belano ante el espejito de la cárcel —“Detectives”,
relato construido como un extenso diálogo). No obstante, una imagen
caracterizadora nos obligaría a compendiar estas piezas dentro del tipo de
ficciones realistas, en el entendido de que manifiestan una poética de lo
cotidiano, y hasta de lo banal y deleznable.
Debe mencionarse,
asimismo, el espacio que ocupan las mujeres. Si la primera estancia del volumen
incide en lo metaliterario: “Llamadas telefónicas”; la segunda refleja
pesquisas existenciales traslapadas en la resolución de enigmas: “Detectives”
(¿quién era el Gusano?, ¿estaban locas las chicas que hicieron de William Burns
un asesino?, ¿por qué perdió la lengua el sujeto de “Otro cuento ruso”?); la
tercera, “Vida de Anne Moore”, se detiene en el análisis, si cabe el término,
del comportamiento sentimental femenino. (La división no es rigurosa, pues el
texto “Llamadas telefónicas” es un testimonio sobre la soledad de una mujer
afantasmada.) Las conclusiones de aquellos descensos: ninguna alcanza a
completar sus ambiciones, la tristeza sustituye, cuando ello es posible, a la
muerte; el desamor, el melancólico extravío que llega a comprenderse, se sabe,
demasiado tarde. En estas situaciones el único bálsamo lo constituye el
teléfono: un intruso antipoético capaz de establecer una frágil conexión con el
pasado, sin embargo, el vínculo se rompe a los minutos, el potencial salvador
nunca posee más de dos, tres monedas y la víctima requiere siempre una fortuna
de esperanzas para torcer el mal rumbo, cosa de al menos dos o tres horas
colgado del tubo, tratando de convencer al otro y a sí mismo de que el destino
puede repararse con palabras.
Por lo demás, la metáfora que circunda el libro es la de un
superviviente asido al mango de un teléfono, pidiendo ayuda o dándola, tratando
de explicarse un asunto baladí o de vastas consecuencias, despachando un
monólogo encima de los reparos del otro, atisbando la respiración en el
silencio, buscando una respuesta a eso que lo obliga a volver, una y otra vez,
a las preguntas, a la nada que borra los cuerpos y se torna voz, como los
relatos, como cualquier llamada perdida en los alambres de una fría medianoche.
En fin, Llamadas telefónicas fusiona,
paradójicamente, la felicidad con la derrota al convertir la miseria, el barro
natural, en una épica mínima.
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