El lunes 19 de junio salimos a
marchar en la denominada manifestación “Todos a Caracas”, día ochenta de
protestas, computado desde el 1 de abril de 2017, contra el gobierno de Nicolás
Maduro. Como vivimos en La Candelaria sabíamos que en nuestra parroquia era
imposible concentrarnos: la guardia, la policía o algún colectivo suele atacar temprano y neutralizar cualquier grupo animado por el legítimo
derecho de exponer, de manera pacífica, su molestia ante la inflación, la falta
de alimentos y medicinas, la desmesurada criminalidad, pero sobre todo contra
los desmanes de los cuerpos represivos del Estado perpetrados en una ciudadanía
diezmada por el hambre y la desesperanza, dos fuertes motivaciones que,
paradójicamente, la ha lanzado a la calle, último recurso de los mansos: miles
de personas saturando avenidas y autopistas para clamar justicia a unos
gobernantes que perdieron toda noción de servicio público.
Por fortuna, “el metro del PSUV”
(como muchos lo llaman desde el inicio de las protestas) solo había cerrado
cuatro estaciones. Así pudimos bajarnos en Miranda e incorporarnos a la
concentración de Parque Cristal. Mi anterior marcha la hice de Santa Mónica a
Las Mercedes una semana y media atrás (imposible llegar, como siempre, a
cualquier instancia gubernativa para hacer reclamos debido a los agresivos
piquetes) por lo que me sorprendió el número de jóvenes de muy bajos recursos,
algunos descalzos y en shorts,
asumiendo posiciones de avanzada en el frente de la caminata apenas arrancamos
rumbo al Consejo Nacional Electoral, unos cuantos kilómetros hacia el centro.
Mi esposa, cuyo circuito de marchas se circunscribe, por razones de trabajo, a
la zona de Chacao, me lo había advertido: “Hay muchos chamos que no tienen
pinta de estudiantes, pero que igual se arman de escudos y se mezclan con los
universitarios a la hora de la chiquita. También ves gente pidiendo plata,
comida, ropa.” Mientras lo recordaba vi un par de sujetos con gruesas cadenas
plateadas al cuello, morrales a la espalda, gorras sin distintivos, zapatos de
goma bajos, de marca, visteando a las chicas que embutidas en franelas con la
cara de Leopoldo López o con las ocho estrellas de la bandera venezolana
enviaban mensajes telefónicos. Es posible, pensé, que no miraran turgencias,
sino celulares. Guardé el mío y estuve espiándolos un rato hasta cuando un
conocido de mi mujer nos abrumó con sus reflexiones políticas.
Ya andando vi otros “escuderos de
la resistencia” (así los han bautizado en las redes sociales, una fórmula que
repiten varios líderes de la MUD) de mayor edad –treinta, cuarenta años–;
indigentes, vendedores de gadgets alusivos
a las manifestaciones, un discapacitado en silla de ruedas eléctrica. En una
esquina me topo con Asdrúbal Baptista quien me señala la inmensa pancarta del
conserje de su edificio, antiguo chavista, denunciando la fraudulenta
convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente. Frente a la Plaza Francia un
hombre gordo en una lujosa motocicleta reparte, a varios escuderos, bolsas de
papas fritas y golosinas que saca de una canasta incorporada al manubrio.
Señoras de mediana edad recién salidas de la peluquería, ancianos en mangas de
camisas gastadas por el uso, muchachas alegres, chicos efusivos. Nosotros, por
precaución, no llevábamos gorras ni nada que hiciera pensar, en caso de huida,
que habíamos marchado: ella, una franela negra con las letras BCN (tiene ascendencia
catalana); yo, la cara de Lovecraft envuelto en monstruosos tentáculos.
En la esquina de la Embajada de
Canadá doblamos a la izquierda, nos metemos en esa estrecha calle llena de
pequeños galpones y comercios que desemboca en el Distribuidor Altamira de la
Francisco Fajardo. Sobre el puente alguien me grita: Adriana Gibbs y su hija: selfies y recuerdos de
otros tiempos. Ya en la autopista me acerco a Elías Pino, recostado en la
defensa de concreto: hablamos de proyectos conjuntos, de escritura creativa,
del país. De pronto una mano salta para saludar: los cinco dedos de Amalio
Belmonte, falanges de secretario universitario, gesticulan apoyando palabras
que no alcanzo a oír; aprovechamos para sumergirnos otra vez en el grueso
flujo, dirección oeste.
Compramos una botella de litro y
medio de agua mineral a un señor flaquísimo.
Algunos caminantes colocan
piedras y obstáculos en la vía. Julio Coco les explica que eso resulta
contraproducente: “Si viene una moto con algún herido, ¿cómo pasa?” Me uno a
los reparos del líder del Movimiento Democracia, Sociedad y Desarrollo para
Venezuela, sin resultados. Seguimos.
Nitu Pérez Osuna habla a un
mínimo corro. Muchos la miran con recelo, la tarde anterior Henrique Capriles
denunció el lábil trabajo de la periodista respecto de supuestos intentos del
gobernador para “enfriar las protestas”. En tanto comentamos el asunto, una
amiga de mi esposa nos avisa que hay represión a la altura de El Recreo.
Decidimos tomar la salida hacia Chacao mientras vemos las trazas de bombas en
el aire.
Enfilamos hacia la avenida Andrés
Galarraga. Comenzamos a contar el efectivo para saber si podemos devolvernos en
taxi. Entonces ocurrió: a contravía aparecieron unos treinta motorizados de la
Guardia Nacional. El pequeño grupo donde caminábamos, a la orilla de la calle,
sobre la incipiente grama, fue atacado sin razón e indiscriminadamente (¿acaso
la botella de agua nos delataba?) El gas lacrimógeno cubrió con rapidez el
ambiente y de inmediato llegaron los perdigones. Corrimos a ciegas. Una bomba
cayó a nuestros pies; mi mujer se ahogaba, pero no podíamos detenernos, de lo
contrario era posible que nos robaran o, peor, que nos detuvieran y de ese modo
hacer parte de la estadística –muy elevada– de presos que suman las protestas.
Vi dos motos que intentaban
saltar la isla para tener un mejor ángulo de tiro. Una anciana de gorra
tricolor lloraba recostada a una puerta de hierro; una niña –catorce, quince
años–, los ojos desorbitados por el pánico, hacía amagos de calmarla. Las
detonaciones se oían muy cerca, en series, aterradoras. Cruzamos el muro de gas
y llegamos a la avenida Libertador. No sé de dónde sacó fuerzas mi mujer (es
asmática), pero logramos atravesar la Francisco de Miranda y, más calmados, nos
detuvimos muy arriba, en el Centro Comercial San Ignacio.
Una vez en el taxi nos
preguntamos por qué tanta saña. No sé, quizá ésta es la respuesta del gobierno
a sus ciudadanos desarmados que reclaman calidad de vida: amedrentarlos,
reducirlos al miedo para perpetuarse en el poder por el poder mismo, sin otro
sentido más que negar lo que todos los venezolanos nos merecemos: un país civilizado.
2 comentarios:
Excelente crónica, muy dura y es lo q vivimos cada vez q salimos a defender nuestro derecho a la libertad.
Gracias, Noris, por la lectura. Es lamentable, pero así estamos.
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