Apenas publicada en 1985, El cuento venezolano se convirtió en
una de las referencias antológicas del relato escrito en el país en el siglo
XX. Quizá por una providencial coincidencia (o por cálculo literario) la
compilación apareció al cumplirse treinta años de la Antología del
cuento venezolano preparada por Guillermo Meneses, y aunque hubo otras
muestras entre una y otra fecha, el compendio de Balza vino a complementar
aquel célebre conjunto de 1955.
La fortuna de este libro, como ocurre con el de Meneses, acaso se deba
al hecho de que la selección descansa en la intuitiva lectura de quien conoce
los mecanismos ficcionales desde la perspectiva del creador y no de la del
simple crítico o documentalista. No quiero decir que lo que motivó en su
momento a Meneses a reunir su volumen o a Balza hoy a agrupar el suyo haya sido
un mero capricho de artesano; o que un analista o un historiador de la
literatura no tengan la debida sensibilidad para percibir las bondades
estéticas de un cuento. Señalo, llanamente, que cuando un artista se propone
fijar los textos que considera valiosos en una tradición literaria, lo hace con
la mirada oblicua, llamémosla de ese modo, de aquel que alcanza a ver
sinuosidades, pulsiones, arquetipos más allá de la estructura, el estilo o el
argumento.
Así pues, el impacto del tomo de 1985 hizo que la casa editorial Círculo
de Lectores de Madrid le pidiera al compilador una selección de la selección
(perdonen la redundancia) para ser incorporada a la serie “Joyas de la
literatura venezolana” en 1986, una breve biblioteca (ocho títulos) hecha sólo
para los afiliados a ese circuito. Con todo, a fines de la década del ochenta
ya la antología se había agotado, por lo que Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central
se vio en la necesidad de imprimir una tercera edición en 1990. Esa vez Balza
amplió la muestra estableciendo una práctica que continuaría en el futuro: su
voracidad lectora y sus ansias por comprender el fenómeno lo han obligado a
incorporar nuevos nombres surgidos entre los lapsos de cada edición o a
redescubrir narradores olvidados por la historiografía literaria que se ocupa
del siglo XX e incluirlos en la panorámica, como se verifica en la cuarta
salida del compendio en 1996.
Esta quinta edición, sin embargo, es distinta a las anteriores por
cuanto integra, sí, autores recientes, pero también piezas y nombres del pasado
antiguo de estas tierras que luego serían conocidas como Venezuela, en un giro
que pone en entredicho la historia del cuento entre nosotros. Explico: hasta
1996 Balza circunscribió su colección a relatos del siglo XX, ahora basta leer
el índice para percatarse de que los inicios del género en el país se remontan,
según su perspectiva, a la época precolombina. Sin duda, se trata de una
reinterpretación que desmantela las rigideces genológicas y, más todavía, los
tradicionales compartimentos históricos, útiles a la hora de establecer
parámetros para el estudio puntual de algún aspecto de la literatura, pero poco
flexibles para conocer ciertas manifestaciones que nos definen como sujetos
pertenecientes a un lugar determinado. Porque desde cuándo nos sabemos
fragmentos de una comunidad que comparte sueños, imágenes y recuerdos de un
territorio común, se preguntaría Balza al diseñar esta nueva presentación de El
cuento venezolano. Desde cuándo podemos cifrar la pertenencia a un espacio
geográfico que nos ata y moldea. Cierto: un país puede ser una ficción, pero
esa ficción nos hace cuerpo colectivo.
Por añadidura, las líneas imaginarias que trazan la cartografía, producto
de negocios militares y políticos, nada tienen que ver con las fuerzas ctónicas
que juntan a los hombres en un sitio. De modo pues que Venezuela comenzó su
tránsito mucho antes de 1810 o 1830; tal vez echó a andar en un tarén
invocativo de los Pemones, en las reflexiones de un cura visionario o en los
abundosos párrafos de un cronista alucinado.
Como quiera que sea, esta manera de entender el alma nacional amplifica
las dimensiones de la forma cuento y reacomoda sus orígenes hasta
expresividades vinculadas con la poesía, la narración histórica, las
sentencias, las crónicas, el diario de viajes y, si se me permite el término,
con los mantras. Esas tumultuosas arquitecturas revelan tenues núcleos
accionales que constituyen relatos en virtud de que se sostienen en el discurso
narrativo. El tiempo, la conciencia estética, la necesidad precipitarán el
cuento a fines del siglo XIX. Por aquellos días los contornos del género ya se
han establecido y materializan un estado distinto, moderno, de la estructura,
con lo cual se potencian sus funciones artísticas.
Esas funciones se despliegan no sólo en los trabajos canónicos, digamos,
del volumen, sino que orientan las trece incorporaciones precolombinas y/o de la Colonia de esta quinta
edición. Balza ha recogido, asimismo, algunas piezas singulares de escritores
poco o nada conocidos en su condición de cuentistas, como Nicanor Bolet Pereza
(relator de costumbres) y Jesús Semprum, este último, en palabras del antólogo:
“el más brillante crítico literario de Venezuela en la primera mitad del siglo
XX”.
Hay también composiciones de autores recientísimos, como si dijéramos de
esta mañana, que no escaparon a la pesquisa del compilador y que hoy,
felizmente, forman parte de una de las muestras más reconocidas en la tradición
del cuento venezolano. Por supuesto, y como suele ocurrir en todo compendio de
esta naturaleza, no están todos los que son, pero todos los que están sí son.
Cierra el tomo una curiosa lista de expresiones de Fray Juan Antonio Navarrete:
suerte de aforismos que podrían resumir las varias posibilidades de la ficción
expuestas en las ochenta y seis piezas del volumen.
A toda antología la sostiene cierta tensión azarosa; El cuento
venezolano, sin embargo, siempre ha gozado del prestigio de una bien ganada
fama gracias a la vivacidad y a la inteligencia con la cual Balza selecciona
los textos. Esta quinta edición constituye, además, una propuesta distinta y
novedosa al incorporar materiales no considerados, tradicionalmente, como
relatos; una actitud que integra la dimensión arquetipal de eso que algunos
etiquetan bajo el rótulo idiosincrasia, pero que tal vez sea más exacto
denominar pertenencia simbólica a esto que llamamos Venezuela.
1 comentario:
Me encanta esta información
Publicar un comentario