lunes, 1 de mayo de 2017

Arte



Para decirlo de una vez: Las horas clarasde Jacqueline Goldberg, no es una novela, pero tampoco un largo poema en prosa ni un conjunto de textos poéticos organizados en torno de un motivo específico. Antes bien, se trata de un relato, en la línea de Sedade Alessandro Baricco, o de ciertas piezas de Juan Carlos Onetti (La cara de la desgracia, Tan triste como ellaen el que el argumento narrativo descansa en un hecho único que copa los tenues sucesos de un personaje singular. Relato, no cuento ni novela breve.

En América Latina no suelen diferenciarse estas estructuras, de allí que hay ediciones de ciertos relatos (perdonen la tediosa repetición) del mencionado Onetti en las cuales se los agrupa como novelas cortas (caso Monte Ávila, 1968) o como cuentos (Alfaguara, 1994). Es frecuente, asimismo, que los términos “cuento” y “relato” se manejen como sinónimos, obviando los rasgos diferenciadores que en Francia, por ejemplo, constituyen marcas decisorias al momento de cualquier análisis literario. Estas precisiones, lo admito, sólo interesan a los especialistas, pues al lector común poco importa saber si está ante una u otra forma discursiva, atenazado como se halla por la tersa luminosidad de los párrafos de Goldberg.

Las horas claras obtuvo el Premio XII del Concurso Anual Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana en 2012 y fue publicado por ese organismo el año siguiente. El veredicto del jurado señala: “En definitiva, es un extrañísimo, hermoso e inclasificable híbrido que une poesía, historia y novela” (p. 157). Debo insistir: es un relato, sin duda “hermosísimo”, escrito en una plástica prosa donde se narran unos mínimos acontecimientos con base en un objeto del mundo real: la Villa Saboye, sita en las afueras de París. Me excuso de nuevo: no es un “extrañísimo (…) híbrido”: es una narración escrita con una alta consciencia de la lengua del tipo de las que, a fines de la segunda década del siglo XX, nos presentó Ramos Sucre en sus títulos ya canónicos (algunas lecturas críticas sitúan esos trabajos en el área del minicuento) o cercana a las composiciones del olvidado Hernando Track, entre otros vínculos.

Eugénie Thellier de la Neuville, de casada Madame Savoye, se obsesiona con la construcción de una casa en la zona de Poissy, sitio ahora reconocido porque allí se ubica el edificio representado en el libro (hoy museo), el cual conserva parte del legado del arquitecto Le Corbusier, quien resulta diseñador –el dato es cierto– de aquella obra de mampostería. Esa obsesión es lo que activa la maquinaria ficcional, de modo que todo parece converger en los padecimientos de los techos y paredes de la vivienda, de sus ventanales y puertas. En realidad, ese domicilio de temporada es el frente visible de una profunda herida espiritual aún abierta en Madame Saboye desde los tiempos cuando juntaba hongos en el campo: una seta causó la muerte de su amiga Georgette; Eugénia tenía diez años. A partir de entonces su vida se convierte en un mero durar (¿la muerte como temprano descubrimiento de la nada?), cuyo sentido último se materializa en los efectos que la intemperie (sobre todo la lluvia) y la historia europea del período 1888-1969, telón de fondo para el desarrollo de la anécdota, producen en la Villa. Una mentira que enmascara el vacío de una existencia asida a una cosa inanimada y, no obstante, llena de memoria.

Con Las horas claras, Jacqueline Goldberg alcanza un nítido dominio de la materia narrativa y nos recuerda que la literatura es, ante todo, lenguaje; digo una redundancia, claro. Pero sí: lenguaje.

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