Para
decirlo de una vez: Las horas claras, de Jacqueline Goldberg, no es una novela, pero tampoco un largo poema en prosa
ni un conjunto de textos poéticos organizados en torno de un motivo específico.
Antes bien, se trata de un relato, en la línea de Seda, de Alessandro Baricco, o de ciertas piezas de Juan Carlos
Onetti (La cara de la desgracia, Tan triste como ella) en el que el
argumento narrativo descansa en un hecho único que copa los tenues sucesos de
un personaje singular. Relato, no cuento ni novela breve.
En
América Latina no suelen diferenciarse estas estructuras, de allí que hay
ediciones de ciertos relatos (perdonen la tediosa repetición) del mencionado
Onetti en las cuales se los agrupa como novelas cortas (caso Monte Ávila, 1968)
o como cuentos (Alfaguara, 1994). Es frecuente, asimismo, que los términos
“cuento” y “relato” se manejen como sinónimos, obviando los rasgos
diferenciadores que en Francia, por ejemplo, constituyen marcas decisorias al
momento de cualquier análisis literario. Estas precisiones, lo admito, sólo
interesan a los especialistas, pues al lector común poco importa saber si está
ante una u otra forma discursiva, atenazado como se halla por la tersa
luminosidad de los párrafos de Goldberg.
Las horas claras obtuvo el Premio XII del Concurso
Anual Transgenérico de la
Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana en 2012 y fue
publicado por ese organismo el año siguiente. El veredicto del jurado señala: “En
definitiva, es un extrañísimo, hermoso e inclasificable híbrido que une poesía,
historia y novela” (p. 157). Debo insistir: es un relato, sin duda
“hermosísimo”, escrito en una plástica prosa donde se narran unos mínimos
acontecimientos con base en un objeto del mundo real: la Villa Saboye , sita en las
afueras de París. Me excuso de nuevo: no es un “extrañísimo (…) híbrido”: es
una narración escrita con una alta consciencia de la lengua del tipo de las
que, a fines de la segunda década del siglo XX, nos presentó Ramos Sucre en sus
títulos ya canónicos (algunas lecturas críticas sitúan esos trabajos en el área
del minicuento) o cercana a las composiciones del olvidado Hernando Track,
entre otros vínculos.
Eugénie Thellier de la Neuville , de casada
Madame Savoye, se obsesiona con la construcción de una casa en la zona de
Poissy, sitio ahora reconocido porque allí se ubica el edificio representado en
el libro (hoy museo), el cual conserva parte del legado del arquitecto Le
Corbusier, quien resulta diseñador –el dato es cierto– de aquella obra de
mampostería. Esa obsesión es lo que activa la maquinaria ficcional, de modo que
todo parece converger en los padecimientos de los techos y paredes de la
vivienda, de sus ventanales y puertas. En realidad, ese domicilio de temporada
es el frente visible de una profunda herida espiritual aún abierta en Madame
Saboye desde los tiempos cuando juntaba hongos en el campo: una seta causó la
muerte de su amiga Georgette; Eugénia tenía diez años. A partir de entonces su vida
se convierte en un mero durar (¿la muerte como temprano descubrimiento de la
nada?), cuyo sentido último se materializa en los efectos que la intemperie
(sobre todo la lluvia) y la historia europea del período 1888-1969, telón de
fondo para el desarrollo de la anécdota, producen en la Villa. Una mentira que
enmascara el vacío de una existencia asida a una cosa inanimada y, no obstante,
llena de memoria.
Con Las horas claras, Jacqueline Goldberg alcanza un nítido dominio de
la materia narrativa y nos recuerda que la literatura es, ante todo, lenguaje;
digo una redundancia, claro. Pero sí: lenguaje.
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