lunes, 5 de agosto de 2013

Propatria-Palo Verde




“Buenos días”, grita, pero nadie contesta. “Buenos días”, repite ahora más alto, retrechero. Algunos, intimidados, responden; otros, como yo, continúan en lo suyo: conversan, leen, miran su propio reflejo en la ventana. El hombre camina por el vagón dejando una estampita de la virgen María o con el mensaje de una indefinible ONG para el rescate de los adictos a las drogas en paisaje bucólico. Al rato recoge las tarjetas, que muchos ni tocan, molesto ante la poca cosecha. Entonces lanza una arenga contra el egoísmo, escupe anatemas, amenaza con su índice mugriento. Tres muchachos parados en la puerta, el doble de altos que él, reciben la fulmínea mirada con displicencia y hasta con simpatía. Desesperado, el sujeto cambia de táctica y pide, directamente, una moneda a cada uno de los chicos. Es inútil, sólo recibe los cartones que arrebata con fuerza y camina de un lado a otro gritando: “un bolívar, un bolívar”. Cuando vuelve a pasar por mi lado siento el olor a basura y veo su palma sucia apretando una nube y algo como la rama de una palmera.

Paso la mano izquierda por mi cabello tratando de quitarme la grasa de miles de cabezas adherida a la ventana que, al intentar evadir el tufo, me obligó a torcer el cuello más de lo debido. Al reacomodarme, no puedo rechazar el paquete de chocolates que un moreno ladino coloca en mis piernas. Asume que en casa me esperan cinco hijos ansiosos y que el dulce elevará mis réditos de buen padre. La niña de al lado toma una de las barras que he puesto en el lindero entre nuestros asientos; su madre dice, “no, Maryulis, ese es del señor.” Veloz como su repetido discurso, el chocolatero retoma su mercancía y bendice sin discriminación.

Apenas entro en la escena en la que se producirá un hecho tremendo (leo Desgracia, de J. M. Coetzee), un lisiado en silla de ruedas echa el cuento que lo redujo a tal estado: bandas en pugna, escaleras, cursos universitarios nocturnos después del trabajo. Quizá no pasó del primer semestre, me digo: su confusión entre la ele y la erre es sintomática. La calle, además, le ha contagiado el modo de prolongar las frases y el siseo. No le va mal: salvo por la poca movilidad –el tren está abarrotado– veo docenas de manos ofreciendo y lo escucho a él dando gracias.

A la Maryulis le entró la hiperquinesia: llevo un par de patadas en mi pierna. La señora parece no enterarse, enfrascada en un juicio sobre celulares con su marido, a quien tengo enfrente, en franelilla, con tatuaje al bíceps y cadena. Aguanto las ganas de limpiarme la bota del pantalón y me propongo cambiarme en cuanto lleguemos a Capitolio donde es seguro que baje mucha gente.

Suben dos reguetoneros que con sus improvisaciones dirimen las causas políticas de un par de ancianos en la zona azul del coche. Ya he perdido la cuenta de los pedigüeños, sólo me interesa terminar el capítulo de Coetzee y llegar a la oficina de trámite del pasaporte en Palo Verde. Voy concentrado hasta que, de nuevo, se me sienta al lado una madre con su hijo. No hay manera de cambiar de silla. Recojo mis piernas, aunque el niño, sea el caso de decirlo, es más bien tranquilo. De pronto (los personajes de la novela tiran perros en una furgoneta), siento una caricia en mi brazo, otra vez el izquierdo: no me atrevo a moverme, pero sé que es una manita que se entretiene con los vellos arriba de la correa del reloj. Qué raro, me digo, antes de bajarme en la terminal sin concluir el párrafo.

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