domingo, 26 de julio de 2020

Inventarios




Hace unos días, Rodrigo Blanco Calderón dio a conocer una lista de novelas venezolanas publicadas «desde enero de 2010 hasta julio de 2020». Es decir, precisa Blanco: «10 años y medio» de producción novelística. Se trata de una pesquisa acometida sin ánimos de exhaustividad –pero con mucho entusiasmo– que intenta dar a conocer parte del comportamiento editor relacionado con ese género literario en el país y con las apuestas que ciertas empresas internacionales han hecho por unas cuantas obras de nuestros narradores en el lapso (https://elatajomaslargo.wordpress.com/2020/07/20/novelas-venezolanas-publicadas-en-el-periodo-2010-2020/).

Aun cuando la intención de Rodrigo es clara: «necesidad de ponerme al día con las novelas venezolanas que se han publicado en los últimos años (…) al punto en que quise tener un mapa general de lo que me había perdido»; el parcial inventario sirve para señalar algunas cuestiones que desbordan la lista.

Hasta el 23 de julio de 2020 Blanco Calderón computa –el repertorio es perfectible– doscientos trece títulos (213); cifra impresionante si atendemos al hecho de que el mercado editorial en Venezuela no suele ser boyante con el género, menos aún en tiempos de estrechez económica y cavernaria cotidianidad. Si ese número pudiera sorprender a quienes revisen el catálogo, piénsese en las muchas entradas omitidas, en las reediciones, en las piezas que circulan solo en formato electrónico –cito tres tipos de casos– y se tendrá una sensación paradójica respecto de las maneras cómo los venezolanos (entre estos, ciertos escritores) hemos venido asumiendo años de pobreza política, de deterioro de la infraestructura, de rebajamiento de nuestra alma colectiva desde, al menos, hace dos décadas.

Me permitiré exponer varias consideraciones, con base en la lista de @atajoslargos, sobre aspectos de productividad estético-literarios en la novela venezolana actual. (Entiendo por productividad estético-literaria la relación entre el cristalizado de nociones relativas a lo que, de manera general, se considera una obra novelesca: un objeto de carácter artístico –lenguaje, estructura, personajes, historia– orientado por el máximo interés de conmover la sensibilidad del lector mediante el entretejido de un universo ficcional autónomo que, no obstante sus anclajes con el mundo real, active teclas de eso que, grosso modo, llamamos condición humana.) Mis pretensiones son simples, apenas sostenidas por la lectura que posibilita la lista: un examen rápido y un tanto acrítico, pero que tiene –eso espero– el valor del tráfago que vengo haciendo con la materia.

1. Dinámicas del territorio

Comenzaré con una obviedad: lo primero que salta a la vista es la persistencia de autores –surgidos a la vida pública de nuestras letras en diversos momentos de la reciente historia cultural del país– que a estas alturas forman parte, por legítimo derecho, del canon de la narrativa venezolana. La noción de «canon», se sabe, se halla un tanto desprestigiada (como la de «literatura nacional») en ciertos círculos crítico-académicos. Sin embargo, es la que mejor se adapta para comprender los valores estéticos que posibilitan la entrada de las obras en ese empíreo de las repúblicas literarias nacionales: la tradición. Por supuesto, construir el canon comporta en ocasiones hacer uso de realidades extraliterarias, como pasa con la archiconocida Peonía (1890), la novela de Manuel Vicente Romero García que metió a su escriba («semiletrado», lo llama Uslar Pietri) en la tradición solo porque fue el primero –creyeron muchos– en incorporar el paisaje venezolano en aquella defectuosa pieza. A estas alturas resulta una alcabala necesaria en todos los estudios que se ocupen de historiar el curso de la novela en Venezuela, aunque sea para refutarla. (Hay otras incorporaciones por ese estilo, pero este no es el espacio para detallarlas).

Así pues, acá se incluyen los títulos de autores representativos (una manera menos enfática de calificar a quienes ya se consideran nombres tradicionales –canónicos– y que no pueden obliterarse en ningún trabajo de conjunto sobre el género y su manifestación en el país en el período): Luis Barrera Linares, Alberto Barrera Tyszka, Israel Centeno, Juan Carlos Chirinos, Sonia Chocrón, Boris Izaguirre, Jacqueline Goldberg, Miguel Gomes, Elisa Lerner, Eduardo Liendo, Juan Carlos Méndez Guédez, Carlos Noguera, Ednodio Quintero, Victoria de Stefano, Ana Teresa Torres, Eloi Yagüe Jarque, Gustavo Valle, etcétera (no haré listas de la lista). Ahora bien, pese a que estos escritores insisto no pueden soslayarse en las panorámicas de nuestra novelística, ello no implica que, por lo que concierne al inventario de Blanco Calderón, los títulos transcritos sean sus libros mejor logrados o que cada uno de ellos supere, como en una carrera de obstáculos, dificultades técnicas o poéticas (digo una tontería, claro, pero es aconsejable recordarlo).

Al comparar, por ejemplo, Mujeres que matan (2019), de Barrera Tyszka, con La enfermedad (2006, sí, no se corresponde con el perímetro de la lista), es notable el cambio de registro estilístico y la más restringida proyección de la primera, castigada por la necesidad de mostrar el contexto venezolano del chavismo. Puede argüirse que cada una de esas historias requería una tesitura y un élan distintos; con todo, no deja de ser curioso que la segunda de las piezas revele un provechoso tratamiento plástico y denso –eficaz– del tema, en tanto Mujeres que matan resulta algo aluvional y de cierre abrupto.

Lo mismo ocurre con los títulos registrados de Centeno: Jinete a pie (2014) quiere ser una distopía sobre la Venezuela actual, pero falla en su propuesta: el lenguaje enrarece la anécdota al extremo de tornarse, a ratos, incomprensible; por el contrario, Bajo las hojas (2010) es una novela que evidencia un luminoso tramado y la digna resolución de una historia apasionada e interesante.

No abundaré en otras demostraciones.

Junto con los autores representativos la lista proporciona nombres emergentes, una suerte de nueva generación (término cuestionado, pero que en estos comentarios sirve para ilustrar esas irrupciones) que de forma agonística (en el sentido desarrollado por Harold Bloom) intenta hacerse sitio en el campo cultural (Bourdieu): los nacidos a partir de 1970. Estoy consciente de que el criterio crono-biológico de los narradores deviene basto y haragán. Lo uso aquí de forma temporaria hasta que alguien realice la debida evaluación de grupo.

Como en el caso de los que denomino canónicos o representativos, hay altibajos en los títulos enlistados adscritos a los emergentes. Me limito a apuntar las novelas que considero más sólidas del conjunto (ya habrá tiempo de precisar las debidas nomenclaturas teórico-críticas): Percusión y tomate (2010), de Sol Linares; La ciudad vencida (2014), de Yeniter Poleo; Blue Label/Etiqueta azul (2010), Transilvania Unplugged (2011) y Liubliana (2012), de Eduardo Sánchez Rugeles; Los escafandristas (2014), El dedo de David Lynch (2015), Los nombres (2016), de Fedosy Santaella; Santiago se va (2015), de José Urriola; y del propio Rodrigo Blanco Calderón, The Night (2016). Cada una de estas piezas contiene bondades que oscilan entre el nítido manejo de la arquitectura hasta el decantado de una tersa prosa, sin descuidar el sostenimiento de la tensión y el tempo narrativos, además de plasmar historias inolvidables que se van sedimentando en la memoria del lector como un bajo continuo.

Es seguro que, si continúan en el ruedo, estos autores quizá puedan ofrecer nuevos títulos que satisfagan las más rígidas expectativas críticas (aunque, por supuesto, nadie escribe para complacencia de los críticos).

[Para dejarlo claro, advierto que, de este grupo de los nacidos a partir de 1970, no he leído, por razones materiales o de tiempo: Cuarto azul (Raquel Abend van Dalen ―2017), Archeus (Luis Enrique Belmonte ―2019),  La isla de la fama efímera (Javier Ignacio Alarcón ―2017), Tiempo de encierro (Doménico Chiappe ―2013), Nubes negras sobre Bianchi (Yady Campo Ramírez ―2018), Balnearios de Etiopía (Javier Guerrero ―2010), La música de los barcos (Liliana Lara ―2018), Mandrágora (Camilo Pino, ―2016), Las costureras invisibles (Yeniter Poleo ―2019), Malasangre (Michelle Roche ―2020), El revuelo de los insectos (Manuel Gerardo Sánchez ―2020), El síndrome de Lisboa (Eduardo Sánchez Rugeles ―2020), Boeuf: relato a la manera de Cambridge (Jesús Miguel Soto ―2018), Fisuras (José Urriola ―2020).]

2. Repentismos

La lista de Rodrigo permite, asimismo, volver sobre un asunto que he tratado en intervenciones públicas (charlas, foros, clases) y que ahora es oportuno dejar sentado: eso que, impelido por las circunstancias para explicar el fenómeno de manera clara y rápida, llamo repentismo.

No sé si esto ocurre en otros contextos literarios nacionales, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, en Venezuela cunde el vicio (¿el virus?) de escribir novelas (y cuentos, memorias, poemas y diarios). Las razones de esta enfermedad se relacionan –es una hipótesis– con la ruptura que significó el arribo de Hugo Chávez (y su deriva) al poder, lo cual produjo no solo cambios en las formas de entender el manejo de la cosa pública y las relaciones civiles, sino que auspició el trizado del imaginario simbólico respecto de los usos y la funcionalidad del arte escrito en el diletante, en el lector ocasional y en decenas de profesionales de varias ramas del saber que de pronto sintieron el despertar, el llamado de una aparente y dormida vocación por la escritura.

Sin duda, la «revolución bolivariana» afectó la sensibilidad, la economía, los parámetros de vida cotidianos de inmensos sectores y estratos del país. El espectro de afectación polarizó a los venezolanos: unos se convirtieron en paladines de la maquinaria chavista; otros, en firmes adversarios. La narrativa, en tanto producto social, recogerá estos avatares (como en el pasado, en los años de la dictadura de Juan Vicente Gómez, en la época de la insurgencia guerrillera de los sesenta, y así), los cuales se irían materializando en una que otra pieza de narradores representativos o emergentes (Juan Carlos Méndez Guédez ―Retrato de Abel con isla volcánica al fondo, 1997; Eduardo Sánchez Rugeles Blue Label/Etiqueta azul, 2010; José Roberto Duque ―Tiempos del incendio, 2014)  en el transcurso de la era de Chávez (1992-?), como llamo al período aún en marcha.

Enfatizo narradores con bastardillas porque el repentismo no afecta directamente a quienes han hecho de la confección de obras creativas en prosa (representativos y/o emergentes) su cifra de vida. (No obstante, hay casos en los que algunos oficiantes han sucumbido a una segunda forma de repentismo. Ya me referiré a ella.) Para decirlo de una vez: en el campo de la narrativa venezolana actual hormiguean sujetos con muy buenas intenciones –quién puede negarlo– que han visto en la novela el género por antonomasia para exponer cómo el paraíso chavista ha beneficiado sus existencias o, terreno más prolijo, cómo los ha vapuleado hasta convertirlos en unos meros denunciantes de las perversiones revolucionarias. En fin: utilizan un formato de expresión artística sin conocer el espíritu que alienta esa modalidad literaria y, peor aún, desconociendo las más de las veces los rudimentos de composición que deben dominarse para su correcto ejercicio o, caso extremo, el simple fraseo de la sintaxis. Escritores repentistas, pues; improvisadores que desean manifestar sus quejas políticas o, cuando sacian sus ímpetus acusadores, el lábil fondo de unas historias superficiales, baladíes, insulsas. A veces, todo hay que decirlo, malogran una potente anécdota porque no saben cómo galvanizarla.

Debo señalar, noblesse oblige, que esta anomalía ha sido también fomentada de manera indirecta por algunos de nosotros: docentes de literatura, escritores sin cargos burocráticos, que obligados por las circunstancias para complementar el salario nos desdoblamos en guías de talleres literarios y en multiplicadores de una falsa creencia: escribir –se dice– solo requiere oficio diario con la redacción y el manejo de una caja de herramientas mínimas (historia, puntos de vistas, personajes); nada se comenta (son cursos relámpagos) de la práctica concienzuda, reflexiva, constante, del acto de leer; menos aún, de la esencia y necesidad de una poética.

En la lista de Rodrigo sobresalen varios repentistas. No cuestiono las motivaciones de su escritura ni el hecho de que, para ver sus aparentes ideas novelescas convertidas en libro, algunos tuvieron que soflamar su propio peculio. A fin de cuentas, la buena y la mala narrativa existen gracias a la amplitud democrática del arte: todo cabe, pero no todo funciona. Mi intención es crítica, no moral. Sé, sin embargo, que las siguientes menciones no gustarán a muchos, tal vez escudados en ese otro gran equívoco: aquello de que bien vale el esfuerzo de redactar cientos de páginas, aunque los resultados sean efímeros. Problema: hasta donde conozco, el esfuerzo se premia en el parvulario, no en el abierto y pugnaz terreno de la vida consciente.

Cito, para ilustrar, tres repentistas conspicuos: Manuel Acedo Sucre, Gonzalo Himiob Santomé, Moisés Naím. Las piezas de estos autores adolecen de fallas en el lenguaje, en la estructura y en el manejo de situaciones y personajes. Sus historias se empantanan debido a la evidente poca práctica en el manejo de materiales narrativos y en la ausencia de una clara direccionalidad de las propuestas. Lo más grave es la falta de gusto por la lengua literaria: las construcciones sintácticas recaen en el lugar común, en la confusión expresiva y en el escaso brillo fraseológico.

Estas carencias se iteran en los otros repentistas de la lista. El lector sabrá identificarlos (a autores y textos) apenas inicie la lectura de los libros ordenados por Rodrigo. Me excuso por no agregar más ejemplos y paso al último asunto: las composiciones repentistas cuyas historias se construyen en torno del contexto chavista.

En este renglón es más ostensible el abuso de la novela como válvula de escape de malestares sociales en detrimento de sus valores o condiciones artísticas. Lo llamo repentismo temático. En él incurren representativos y emergentes, y los repentistas propiamente tales. Los temas resultan disímiles (corrupción política, debacle económica, exilio o encarcelamientos forzosos, pérdida del sentido de la vida civil, golpes de Estado), pero todos giran en torno de las consecuencias derivadas de la «revolución bolivariana». Hago un rápido y nada minucioso paneo: Mario Acuña Santaniello: El apetito de Pulgasari (2018), Heberto José Borjas: Las verdades cuadradas (2020), Mirco Ferri: Vida de perros (2015), Jonathan Jakubowicz: Las aventuras de Juan Planchard (2016), Rodrigo Lares Bassa: Hombres de café (2013), Inés Muñoz Aguirre: Anclados (2018), José Negrón Valera: Un loft para Cleopatra (2017), Carlos Noguera: Crónica de los fuegos celestes (2010), César  Oropeza: Sueño con Chávez (2015), Emmanuel Rincón: La trivialidad del mal (2016), Golcar Rojas: Te voy a llevar al cielo (2015), Raúl Sojo Montes: Seguros de justicia, C.A. (2017), Gusmar Sosa Crespo: Las caricias del tiempo (2015), Carl Zitelmann: Choro 2021 (2019), entre otros títulos.

De modo pues que los tumultuosos acontecimientos socioculturales padecidos en Venezuela en el lapso que recoge la lista de Rodrigo Blanco, tienen en la muestra de narraciones del párrafo anterior prueba irrefutable de esos sucesos. Lo que no queda claro es si el formato creativo escogido por los autores de esos libros era el más idóneo para hacer sus legítimas denuncias.

3. Cierre provisorio

Habría otros aspectos que señalar: por ejemplo, el impacto de las ediciones de autor y el de ciertas casas editoriales que ahora funcionan –empujadas por la crisis económica– como empresas de asesoría para la escritura y acabado final de las obras; o el incremento de otros motivos y registros: la llamada «narrativa de la diáspora» (polémico estatuto), la ciencia ficción, la novela negra, la fantasía maravillosa. Pero no deseo cansarlos. En el estado actual de la investigación los asuntos expuestos pueden servir de abreboca para el intercambio crítico y para continuar reflexionando sobre el género y sus materializaciones en el país.

3 comentarios:

@manuhel dijo...

Interesante.

De Barrera Tyszka, "mujeres que matan" fue total decepción. Aunque el título ya pintaba para algo comercial.

Anónimo dijo...

¡Las listas de la lista! Me huele a que hay un sesgo aquí. Mucha lisonja para un grupo de autores y mucho menosprecio (¡con florituras!) hacia otro. Da la impresión de que el artículo da fe de quiénes son los amigos y quiénes no en vez de valorar las obras con un mínimo de respeto por las situaciones particulares de cada autor. Este innecesario artículo en pocas palabras dice "Lean a éstos, que son los buenos y no a éstos otros, que son los malos"

Ysaac López dijo...

Pasa también entre historiadores. No se atiende a los procedimientos de trabajo del historiador sino a la venta del producto. Ser antichavista vende, como antes de la debacle vendía ser chavista. Casas Editoriales existen para consagrar la empresa, y se presenta por historia lo que es crónica, periodismo o memorias. Hace falta la crítica historiográfica como aquí se despliega la crítica literaria, atendiendo a presupuestos de la especialidad. El discurso no se sostiene sobre la nada, como muchos oficiantes de la historia nacional pretenden. Todo el mundo es historiador e instancias académicas los certifican. ¿Construcción de otras falsas memorias? ¿Manipulación en procura de la aceptación masiva? Agradezco la crítica en sus formulaciones y ejemplos. No todo vale, ni todo calza de novela. Como tampoco no todo es historia, así se venda como tal.