Esta es, en apariencia, la historia de un joven caraqueño que
decide indagar en las fuentes religiosas de sus ascendientes, sobre todo las
vinculadas con el padre, un judío no ortodoxo de clase media quien ya le ha facilitado
una sólida educación en los Estados Unidos. Para cumplir sus deseos el chico –obseso
lector y espía de sí mismo– se establece en un Kibutz y accede a la universidad
en Tel Aviv, pero mientras desarrolla sus tareas académicas se produce el
ataque a Israel por una coalición militar sirio-egipcia que desencadena la
guerra del Yom Kipur (octubre de 1973). Impelido por las circunstancias, además
de reconocer su necesidad de integrarse a su nuevo país huyendo de la
mediocridad venezolana de aquellos tiempos, el protagonista se hace miembro del
ejército hebreo que sube a los Altos del Golán –una de las zonas en disputa– a
enfrentar a los invasores. Justo en aquel sitio, en una trinchera bajo fuego,
se inician las acciones de esta curiosa novela de Ricardo Bello.
En el panorama de nuestra narrativa no es extraño toparse con
argumentos relacionados con aspectos de la cultura judía, bien porque a algunos
autores les interesa mostrar sus ligaduras con aquella fe o porque requieren
hacer énfasis en valores idiosincrásicos de esa tradición. Son los casos de Alicia
Freilich (Cláper el marchante —1987),
Isaac Chocrón (El vergel —2005) y
Atanasio Alegre (El crepúsculo del
hebraísta —2008), para citar tres títulos. Menos común es la exploración de
asuntos relativos al mundo árabe, pues hasta donde sé sólo Ana Teresa Torres, La favorita del señor (2001), ha
incursionado con soltura en ese terreno. Ahora debemos sumar Sacramento de la guerra (Caracas,
Editorial Dahbar, 2018), del mencionado Bello, en donde Oriente, en su condición
islámica, ocupa el núcleo de los tenues acontecimientos.
De modo que, mientras esquiva balas, el personaje va
explicando a su compañero de trinchera (Natán) las motivaciones que lo llevaron
a abandonar la seguridad de Caracas a principios de los setenta para embarcarse
en un destino incierto y hasta peligroso. No obstante, sus convicciones lucen
sólidas pese a los cuestionamientos políticos que el otro va dejando caer también
como plomo de la contienda. Así nos enteramos del bachillerato norteamericano
de Daniel, de las bondades económicas de las que ha sido beneficiario y de su
descubrimiento del universo judaico con el cual tiene legítimas ataduras
intelectuales. Asimismo, nos ponemos al tanto de las circunstancias que precipitaron
el alejamiento familiar del muchacho y su rechazo a la muelle y vacía esperanza
de vida ofrecida por las facilidades de su estrato social en Venezuela. Estos
pasajes introductorios sirven, igualmente, para ilustrarnos sobre las causas
que llevaron a la Guerra del Yom Kipur como una secuela de la Guerra de los
Seis Días de 1967.
Daniel y Natán discuten y reflexionan sin desatender las faenas
militares. Hay tráfago de equipos y órdenes. De pronto, aparecen varios soldados
con distintivos de su propio ejército, pero en realidad se trata de un comando
sirio que los toma prisioneros de manera fácil y sin violencia. En este punto
la novela da un giro: hasta el momento cuando a la figura principal se la
reduce a una celda veníamos leyendo la historia de un sujeto que busca el
sentido de su paso por la tierra en el seno de una comunidad nacional-religiosa,
una pieza con visos de aventura por cuanto el héroe de la obra, digamos, es
capaz de ponerse en riesgo de muerte si con ello alcanza sus objetivos:
conocimiento, patria, sabiduría. Sin embargo, una vez en manos de los sirios (a
Daniel lo aherrojan en solitario; Natán es un topo de los árabes), el joven
entra en un proceso de transformación de sus creencias espirituales tan drástico
y profundo que lo cambia por completo.
La razón de esta aparente modificación argumental tiene que ver
con el verdadero tema de la novela: ascender al discernimiento de las enseñanzas
del islam como fórmula de comportamiento humano. Al principio, como suele
ocurrir en estas situaciones, Daniel es torturado; se le niegan los más mínimos
derechos de alimento y salubridad, se le humilla con método. A las semanas, su
verdugo (otro caraqueño, marxista convencido e instrumento guerrero a favor de
la causa árabe) va cediendo: distiende las charlas, polemiza respecto de las
concepciones “pequeño-burguesas” del reo, le permite –gracia importante– tener
un libro. El volumen, encuadernado con lujo, aparece una tarde en el duro catre
de la celda: El Corán. A partir de la
lectura de las revelaciones hechas por Alá a Mahoma, el mundo interior de
Daniel Toledo entra en una nueva y definitiva etapa: la de su conversión en
musulmán practicante. Sale de la cárcel y se instala en casa de su guía, un destacado
Sheik de Damasco. A estas alturas, la novela ya es otra cosa.
Quiere decir, lo que pensábamos era una historia construida para
celebrar las beneficiosas particularidades del judaísmo deriva, sin solución de
continuidad, hacia el reconocimiento de que los preceptos coránicos resultan
más significativos para Daniel que los textos de La Torá y El Talmud. El protagonista
accede, en fin, a la verdadera integración con una feligresía a la que se
siente llamado desde las páginas, ahora sí, sagradas y dignas de todo crédito:
las líneas maestras de una escritura divina.
Este cambio de perspectiva modifica la estructura de la novela
trizando las expectativas del lector: en adelante, nos sumergimos en un pesado
discurso ensayístico –apologético– donde se nos detallan las supuestas bendiciones de la religión musulmana,
con base en el punto de vista de Daniel y de las lecciones del Sheik; uso que
ralentiza las acciones (disminuidas desde los capítulos concernientes a la
prisión) y precipita el trabajo hacia regiones conceptuales opuestas a lo que
hasta las más laxas poéticas exigen en un ejemplar del género: narrar. Con
todo, es cierto que estos pasajes incorporan saltos temporales (las conocidas analepsis
de la retórica) para ofrecernos vívidas rememoraciones de la juventud caraqueña
de Toledo, de sus peripecias universitarias, de sus frustrantes escarceos
sexuales, pero ello no atenúa el ostensible talante divulgativo de esos largos
excursos.
Tal es el interés de Ricardo Bello por dejar clara su apreciación
del islam a través de su personaje protagónico que olvida tres cuestiones que malogran
la verosimilitud: 1) ¿por qué los sirios secuestran a Daniel si no parece que tenga
valor como sujeto de posible cambio para los israelíes?; 2) ¿dónde fue a parar Ismael,
el recalcitrante carcelero marxista? (sale de escena de la misma manera como
entró: sin etiología); 3) ¿cómo es que liberan al caraqueño sin trámites de
juicio?
Ya se ve, Sacramento de la
guerra sólo ofrece, no cumple: comienza como aventura bélica, deviene alegato
religioso y termina anunciando una posible trama de espías (intuida en las
escenas finales cuando el ejército hebreo le propone a Daniel, aceptando
incluso su nueva condición musulmana, que haga labores de inteligencia. Nunca lo
sabremos). Entremedio, hay intentos por cristalizar una estrategia policíaca
(los individuos que siguen al protagonista y al Sheik por las calles de Alepo:
¿fuerzas especiales israelitas?, ¿agentes sirios?, ¿funcionarios de la CIA o
del MI6?), los cuales se diluyen abruptamente a partir del capítulo 56 (la
novela tiene 62, todos de breve o mediana extensión) y, sin duda, la
materialidad amorosa entre Daniel y Azima (la menor de las hijas del preceptor)
según el rito islámico.
Por otro lado, debe reconocerse la copiosa pesquisa que sobre los
engranajes de El Corán realiza el
autor, en ocasiones con extremoso puntillismo, como en algunas notas que terminan
siendo superfluas: “De ahí la necesidad del Yihad o la Guerra Santa, o al menos
una interpretación del concepto.” En la palabra “Yihad” hay una llamada que explica
a pie de página: “32 Yihad: Guerra Santa, tanto en el sentido militar como
espiritual” (p. 78). Lo mismo pasa en: “El primer atributo a considerar es la
unidad de Dios, que nos lleva a la exclusión de todos los demás dioses adorados
en la Arabia preislámica o la Jahiliyyah,
[acá la indicación para leer abajo] la edad de la ignorancia, la sociedad antes
del Profeta, la paz sea con él”. La nota 40 redunda: “En el Islam se denomina Jahiliyyah el período anterior a la
aparición del Profeta” (p. 101). Pero no abundemos.
La pasión de Ricardo Bello por la cultura islámica (también por la
judía) lo llevó a escribir este libro que quizá convendría haber armado en otro
registro o acaso en un género literario distinto; una mala calibración de
enfoque que rebaja su funcionalidad novelesca y disminuye, lamentablemente, sus
proyecciones estéticas.
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