jueves, 10 de noviembre de 2016

Fumarolas


Sería el año 1977. No lo recuerdo bien porque en esa época el tiempo era para mí una tela infinita. Acaso el ochenta o tal vez 1978. Lo nítido fueron las predicciones. Por enero se comenzó a hablar de un cataclismo que el 20 de agosto acabaría con la urbe en que degeneró la otrora “ciudad de los techos rojos”. Un castigo divino que puso en faena a todo aquel que mostrara cualidades mediúmnicas para mirar los estragos del cercano evento: el Ávila partiéndose desde las entrañas de un mítico volcán escamoteado por la imponente línea de la Silla de Caracas.

 

Hubo quienes llegaron a oler azufre semanas antes del fin, una fetidez que ahogó incluso el pertinaz escozor del capim melao. Es creencia antigua que todo proceso volcánico viene, por fuerza, cargado de vapores sulfurosos, de modo que resultaba lógico el aire enrarecido al subir el gas desde invisibles chimeneas sólo avistadas por sutilísimos olfatos.

 

A mediados de junio las revelaciones se transformaron en fundamentalismo: hombres de negro cruzaban el valle atemorizando a los transeúntes con pruebas del final: toscos folletos acerca de penitencias colectivas, polémicas respecto de la altura de la masa del océano (¿alcanzaría ésta a borrar nuestras faltas?). Los más simples desgranaban rosarios bajo las naves de San Francisco o Santa Teresa, en tanto los escépticos dirigieron cartas furibundas a los periódicos en las cuales se habló de una inmensa tomadura de pelo.

 

Obviamente, nada ocurrió el fatídico día, salvo una mayor ligereza en el tráfico por hallarse las avenidas menos congestionadas como consecuencia del período de vacaciones escolares y por el éxodo hacia la provincia por la misma causa, aunque muchos admitieron ponerse a resguardo por aquello de que “cuando el río suena”, ya se sabe.

 

Con todo, el aspaviento no fue una fábula inventada en el setenta (siglo XX); desde la Colonia tenemos registro de un posible volcán dormido hacia la vertiente norte del cerro, en las estribaciones del pico Oriental o surgiendo luego de un sismo. Pese a que nadie ha visto cráter o depresión que se le parezca, la duda persiste como aviso entre excursionistas, científicos diletantes y pobladores asentados al pie del monte. Por ello, la ascensión organizada en 1823 por Juan Bautista Boussingault, químico y agrónomo francés amigo de Humboldt y al paso coronel del ejército libertador, tuvo como interés escudriñar el Ávila en sincera tarea vulcanológica; así escribió en sus Memorias: “afirmábase que en la época del terremoto de 1812 habíase abierto un volcán en la montaña. Nada era menos probable, y sin embargo, resolvimos el señor Rivero y yo cerciorarnos, aunque fuese para hacer cesar una aprehensión que compartía toda la población”, como transcribe Bruno Manara en su libro de 1998.

 

Más tangibles han sido los incendios. Asociados al espíritu del escurridizo cráter arrasaron grandes extensiones de bosques, ahora ínfimos matojos. Refiere el mismo Manara que en 1843 se desató uno de tales proporciones por la voracidad con la cual fue reduciendo la Silla (“una montaña de azufre –formulaba la creencia– (...) que si ardiera una vez aparecería un volcán”). Presas del terror, los caraqueños obraron santorales y promesas, en tanto daban a las llamas un origen astronómico: por aquellos años un cometa se hizo ver incluso a la luz del día; signo fehaciente del final de los tiempos, era un hecho que la cauda del meteoro produjo la ignición del cerro. Más de siglo y medio después, la serpiente mordió nuevamente su cola: ¿no se dijo que el Halley lamería la estratosfera?


Por añadidura, los relatos sobre visitas espaciales no escasean. Algunos fomentan la especie de que Los Platos del Diablo son prueba de la estancia de seres galácticos, quienes colocaron las piedras como balizas para sus aterrizajes; más verosímil resulta la hipótesis de una zona sagrada de tribus precolombinas. No obstante, también en los setenta se desató una ola de avistamientos en las laderas del flanco norte, hacia el sitio de Las Tunitas. La prensa alcanzó a fotografiar formas metálicas sumergiéndose a pocos kilómetros de la costa, cápsulas vomitadas por la oscura montaña quizá hueca. Aún guardo memoria de la relación que un matrimonio dio con exclusividad al diario Últimas Noticias. Emiliano Romero, primo segundo de mi padre y vecino del mismo barrio de Catia La Mar, corroboraría una tarde, bajo la amenaza de un fiero aguacero, todas las historias de aquella pareja.


Menos volátiles por su apego a las trochas y edificaciones que todavía luchan contra la maleza, las anécdotas sobre esclavos, homicidas y extraños personajes fugados de la civilización saturan las picas y los caminos de terroríficas versiones en constante pugna por lograr, cada una de ellas, el mayor espanto. Recuérdese la escena del negro evadido hacia el cerro en “Las ovejas y las rosas del padre Serafín”, uno de los tres cuentos criollistas de Manuel Díaz Rodríguez:

 

-Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no brujo. Y no puede ser sino (...) brujo que cuando ya lo teníamos (...) asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte, en la Sabana de los Muertos.

 

O la célebre trama que, aunque pulida también con literatura, tiene como sustento una biografía real: la del doctor alemán Gottfried Knoche, quien arriba al país en 1850 y descubre un mecanismo para embalsamar que de inmediato lo introdujo en nuestras analectas del submundo. Puso gabinete en La Guaira, pero a poco se traslada a unos húmedos aposentos que adquirió en el Ávila, la finca en la cual llevó a cabo algunos de sus procedimientos estatuarios. Cuenta Manara: “construyó un sólido mausoleo sobre un peñón enorme (...), y en él dispuso seis lóculos de cemento con sus tapas de mármol y vidrio: uno para cada habitante de Bella Vista [nombre de la hacienda], quienes, al morir, eran embalsamados y colocados en su sitio. Hasta los perros eran embalsamados, y puestos como guardianes ante la entrada”. Amalia Weissman, enfermera ayudante del médico, ocupó el último puesto en la cripta: de sus manos recibió Knoche la ampolla paralizante el dos de enero de 1901.

 

Tal vez haya sido el cadáver de Tomás Lander el más espectacular de los trabajos de Knoche. Al morir el prócer, un 7 de diciembre de 1845 en la Cuadra Bolívar, fue conducido hasta su vivienda en la esquina de Cipreses, en donde “su familia lo hizo embalsamar, y vestido de riguroso chaqué negro lo sentaron a su escritorio, con la pluma en la mano en actitud de escribir, y así permaneció 38 años, hasta el 5 de abril de 1884, cuando el gobierno de Guzmán dispuso su traslado al Panteón Nacional” (Aquiles Nazoa, Caracas física y espiritual). El ex-Presidente de la República Francisco Linares Alcántara y José Pérez, soldado de la Guerra Federal, recibieron el mismo tratamiento póstumo.

 

La misteriosa actividad del germano alejó su fundo de las rutas de acceso a Galipán por el lado marino; sin embargo, algunos temerarios subieron hasta la casa del doctor para comprobar in situ los alcances científicos del sistema. El enigmático L. LL., autor del prólogo a la novela de Alecia Marciano, ¡Bruja del Ávila! (1957), informa que Rómulo Gallegos y Henrique Soublette visitaron el sitio cuando Knoche ya reposaba en su sarcófago. “La mansión (...) entonces se conocía como «la casa de las madamas»”, en virtud de que la habitaban dos alemanas “en avanzada edad”, auspiciadoras de la obra del galeno. Del viaje resultó un drama de Gallegos titulado Las madamas. Justamente, el motivo que usa Marciano en su pieza lo constituye la vida de un tudesco establecido en el Ávila, y su relación con un par de hermanas inofensivas que, como él, miran pasar los fríos meses, haciendo tiempo antes de llenar los tres féretros de un mausoleo contiguo. En un desván, el cuerpo momificado de un soldado de las huestes del guerrillero Antonio Ramos (José Pérez, por supuesto).

 

Hoy, muchas de las fábulas que alimenta la serranía lucen remotas, cuando no ignoradas. Se pasa por la cota mil esquivando los baches, rogando que la máquina no falle, en tanto se palpa lo minúsculo de nuestro anhelo por querer saber un poco los secretos de esa tierra vertical. Abajo, la ciudad restalla mientras en algún punto del cerro quiere José Balza que una palmera dé a luz a su personaje en Después Caracas (1995). Así se establece el vínculo entre lo que vamos siendo y se explica quizá el llamado del indio dibujado por Ricardo Azuaje, quien cegado por la imponente mole transforma la noche citadina, acaso la misma cuando nos desplazamos por la Boyacá, en una rotunda metafísica: el Ávila siempre vestirá de verde nuestra sombra porque al final todo se reduce, ya se sabe, a meros fantasmas que apenas sirven para hacer ficciones: para atisbar el espíritu de un valle enredado a su montaña.


Referencias



Azuaje, R. (1993). Viste de verde nuestra sombra. Caracas: Fundarte.
Balza, J. (1995). Después Caracas. Caracas: Monte Ávila.
Díaz Rodríguez, M. (1968). Obras selectas. Madrid-Caracas: Edime.
Manara, B. (1998). El Ávila: biografía de una montaña. Caracas: Monte Ávila.
Marciano, A. (1957). ¡Bruja del Ávila!  Preliminar: L. Ll. México: Gráfica Panamericana.
Nazoa, A. (1987). Caracas física y espiritual. 3ª. ed. Caracas: Panapo.

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