sábado, 17 de junio de 2017

Hugo

       


En noviembre pasado fui a Madrid por cuatro días. Llegué un lluvioso domingo antes de las siete de la mañana. Apenas dejé la maleta en la consigna del hotel salí a caminar por los lados de la Plaza Santa Ana y me colé por calles desiertas llenas de botellas vacías de la fiesta del sábado. Anduve más de noventa minutos chapoteando pozos, calado de frío, disfrutando la ciudad sin temor de ser asesinado o de caer en una alcantarilla. Fue raro. Me perdí.

Frente a una pequeña iglesia le pregunté a un hombre hacia qué parte quedada la Puerta de Sol. Me dijo que mejor tomara un autobús; sin embargo, señaló al este con el brazo extendido debajo del sobretodo, apuntó un par de referencias y caminó hasta el atrio del remozado templo. Una hora y algo más tarde estaba frente a la escultura del oso comiendo hojas de madroño.

Debía contactar a mi cuñada. Recordaba algunos locutorios por los lados del Ayuntamiento, pero ya no existían. En la Plaza de Canaletas el portugués dueño de un quiosco me ofreció, por tres euros, su móvil para una llamada. Se burló al verme perder unos centavos en el teléfono público. Mi presupuesto lo consumí en el desayuno. La entrega de los viáticos de la reunión a la cual me invitaron se haría al cierre.

Volví a Sol y pregunté a un vendedor ambulante de baratijas (Hugo) dónde quedaba el locutorio más cercano. “Quizá por Arenales”. Entonces, sin yo pedírselo, me ofreció su celular. “Hable cuanto quiera, los fines de semana tengo tarifa libre”. Un muchacho gordo con lentes, de Honduras.

Mi cuñada me rescató en Serrano 220, un sitio que conocía muy bien porque mi mujer trabajó allí entre 2002 y 2004.

Dos días después fui a buscar a Hugo. Su lugar lo ocupaba una mujer pequeña, aindiada, que vendía forros para móviles, bastos, mal rematados. Nada supo informarme.

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