miércoles, 19 de julio de 2017

Lisboa




Para Adriana Manuitt

  
Estuvimos sólo dos días pero, créeme Prima, fueron horas inolvidables. Tal vez se debió al hecho de que andábamos en plan de pequeña luna de miel, aunque el recuerdo de ese mar de agua dulce abrazando la ciudad –el Tajo–, moroso y azul, es una de las imágenes asociadas a otro tipo de amor: el de las cosas que solemos nombrar con la palabra único.

Llegamos muy temprano. El tren entró al andén y de inmediato la luz de la mañana nos presentó una ancha avenida bordeaba de viejos edificios de roca amarilla. El pequeño hotel, la acogedora habitación desde cuyas ventanas veíamos techos de pizarra verde botella sobre casas antiguas, el cielo blando y aterido. Todo presagiaba tranquilidad y mansedumbre.

En un ensayo de Eugenio Montejo habíamos leído que las aceras de Lisboa tienen una disposición particular que las ha convertido en símbolo. Imantados por esos párrafos fuimos al centro, recorrimos calles, pasajes y escaleras y comprobamos con el poeta que, en efecto, las piedras de las calzadas lisboetas –blancas, afiligranadas– apenas verlas se fijan para siempre en la memoria. Tienes que caminarlas, Prima, y detenerte a comprar dulces o algún souvenir en los quioscos abrumados de palomas.

Subimos al Castillo de San Jorge; luego, al mirador de la Vía Augusta. Allí puedes tomarte un café observando el imponente río o los miles de tejados debajo de los cuales los portugueses aprendieron a detener el tiempo. Más tarde tomamos un remoto tranvía donde tu prima se quedó dormida al compás del traqueteo de la madera y el hierro de otros siglos. Ya no sé cuándo estuvimos en el Café A Brasileira, el lugar de tertulia de Fernando Pessoa con quien nos retratamos: él, en regia actitud de bronce; nosotros, emocionados por el encuentro.

Quizá estas líneas no sean muy turísticas, Prima. Lo definitivo es que en aquellos días me enamoré más de Rebeca y entendí por qué el azar la trajo a mi vida.