Para Arturo Manuitt Tusell, mi primo
Los primeros
cincuenta años de su vida en Venezuela la yaya sólo hablaba del pasado: de la
intempestiva salida de Barcelona a Francia en 1949 y del salto, doce meses después,
al deprimido y caluroso muelle de Puerto Cabello. Recordaba el nombre del barco
que la puso en esta tierra, la tortuosa carretera hasta Caracas y el barrio
donde su marido la fue a meter con su pequeña hija: El Manicomio. Durante mucho
pensó que el topónimo de la zona podía aplicarse a todo el país: no comprendía
el gusto por escuchar la música de manera estridente, la tendencia al licor en
los hombres y la sociabilidad en las mujeres. Amargada o triste sin remedio por
haber dejado atrás a sus hermanos en una calle cercana al catalanísimo Paseo de
Gracia, la abuela Josefina no veía futuro en la mescolanza de techos de zinc y
antenas, menos aún, en las empresas que el abuelo imaginaba para salir a flote y
colonizar algún territorio al este de la ciudad donde la civilización se iba
imponiendo.
Pero el señor Tusell tuvo
suerte al ejercer un oficio que nadie sabe dónde aprendió: puso una barbería en
un edificio de la avenida La Salle.
A la yaya, sin embargo, la maniobra no le aflojaba el rostro;
aunque reconocía las ventajas del cambio (de Catia a Los Caobos) le costaba
superar la nostalgia e integrarse por completo al medio, sobre todo al nacer su
segunda hija.
En esos tiempos del
“Nuevo Ideal Nacional”, la fisonomía de Caracas cambiaba drásticamente, en
tanto las maneras de sus habitantes mantenían el trato confianzudo, pese a la
atmósfera de terror impuesta por la dictadura, al extremo de que el abuelo se volvió
dicharachero y amistoso, dejó el miedo en el barrio mientras cortaba pelo, escanciaba
una cerveza en los lapsos muertos y hasta reía cuando lo llamaban gallego. Al
inaugurarse la autopista a La
Guaira y el Centro Simón Bolívar el barbero Juan ya era un
caraqueño asimilado, otro español que vino a buscarse la vida huyendo de quién
sabe qué remordimientos.
Cumplidos sesenta
años en Venezuela la yaya le entró por fin a una arepa al punto de reconocer
que esa torta de maíz tenía buen sabor y resultaba una vitualla digna de ocupar
sitio en el empíreo del pan de trigo y de la ensaimada. La estela en la popa
alejando Marsella, la proa cerca de la húmeda noche en un terraplén amarillo en
Carabobo no eran más que un remoto visaje en la maleta de otra mujer; la de
ahora sólo pensaba en el mañana, en hasta dónde le alcanzaría el tercer milenio.
En dos décadas el
sosiego se entronizó en sus días: ratos de tele y lectura, de supermercados y salones
de belleza. A veces el bingo y, si el cuerpo estaba bien, un paseo a Los Llanos
o a Margarita. Alguna vez las ramblas de Barcelona, pero sin reproches ni
espantos.
La conocí en esa
etapa. Entré en la familia y de inmediato, cosa al parecer extraña, la yaya me
aceptó sin agregar uno de sus odiosos comentarios. Tal vez las ocho décadas que
llevaba encima le ablandaron el carácter y ya no estaba sino para disfrutar de
todo lo que el futuro le deparara.
No obstante, los
noventa le cayeron mal. Descompensaciones intermitentes después de las comidas,
inexplicables mareos y desmayos que de inmediato cambiaban a voraz apetito y súbitos
renacimientos. Eso sí, nunca disminuyó sus críticas a cuanto asunto de la casa
le parecía ser de su incumbencia y que debido a su sordera todos (incluidos los
criticados) escuchaban. Áspera la yaya, muy pagada de sí misma. Pero el tiempo,
ya se sabe, no da tregua y terminó apagándose cuatro semanas luego de cumplir
noventa y tres años.
El día cuando
llevamos sus cenizas al mar (la niña que vivió en Manicomio, la otra que creció
en Los Caobos, dos nietas y yo) nos detuvimos cerca de Las Quince Letras, el legendario
hotel de La Guaira. Encontramos un malecón con grandes piedras enfrentando al
océano. La mayor de las hijas se empeñó en arrojar los restos tratando de encaramarse
en la musgosa superficie de una de las rocas señalando que a los doce años jugaba
sobre farallones más intimidantes en el Mediterráneo. “El problema es que ahora
–gritó una de las nietas– tienes setenta y dos, no doce”. Al grito se sumó el
llanto de la otra nieta, nunca supe si por la discusión o por la inminencia de tirar, literalmente, lo que quedaba de la
yaya
al agua. Intenté
imponer la tesis de que era posible que la mayor se sentara en una de las losas
y desde allí lanzar el polvo. “Estás loco, lo que falta es que tengamos dos
muertas”, espetó la nieta furiosa. De pronto, la hija menor tomó el rostro de
su hermana y contuvo los ánimos: “deja que Carlos lo haga”.
Así pues, cuatro mujeres: una borrada
por el llanto, otra echando pestes, la tercera diciendo “es mejor así” y la
última: “bah, como si nunca hubiera corrido sobre peñascos”, me clavaban los ojos
en la espalda cuando tomé el saquito fúnebre y antes de soltarlo las encaré
girando la cabeza: “¿algunas palabras?” La nieta llorosa apuró más lágrimas, la
otra sacudía la mano como diciendo “tíralo, tíralo”; la hija mayor farfullaba
reclamos indescifrables, pero la menor dijo: “adiós mamá”. Entonces oscilé la
bolsa tres veces, abrí las manos y como una piedra se hundió en el Caribe.
(Febrero 2013)
(Febrero 2013)
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